sábado, 24 de agosto de 2013

Primera parte: Draugar (XIX)



Le había dicho a su esposa que estaría trabajando. Era una clásica mentira, más propia del adúltero que de alguien como él, que jamás la había engañado. Pero era absolutamente necesario, no quería exponerla a ningún riesgo a ella. Así que había reservado una habitación en el Central Hotel de Reykjavík y pasaba las últimas noches en él. Sabía que no iría a su casa, que le encontraría allí. 

Llevaba dos noches esperando y aún no había tenido noticias. Era un hombre paciente, pero la espera le hacía reflexionar. Arrepentirse y volver a cambiar de opinión. Estaba constantemente en una lucha interna de la que no era capaz de salir. Aquella noche, mientras esperaba, sentía angustia moral. Sentía que estaba traicionando a la comunidad a la que pertenecía, la que tanto le había dado. Era gracias a la comunidad que había conocido a su esposa. Le habían echado una mano cuando su hijo pequeño se puso enfermo y tuvieron que operarle fuera del país. Había alcanzado grandes logros profesionales, encontrado amigos, compartido un objetivo. 

Solía reírse de la forma solemne en la que sus compañeros se referían a la organización como la Orden. Tal vez lo fuera al principio, pero darle ese nombre a una organización laica y académica le parecía un absurdo, una forma de confundir a la gente. 

La historia de la Orden de Hallstatt se remontaba al siglo XVIII, durante la guerra austro-turca. En los campamentos austriacos al mando de Eugenio de Saboya se contaban historias en voz baja. Fue en el camino a Belgrado, ciudad que se disponían a asediar y donde el 16 de agosto de 1717 obtendrían una gran victoria. En los libros de historia se puede leer que el ejército austriaco perdió 5 300 hombres. En las crónicas que muy pocos pueden leer, se habla de al menos 200 bajas más. Hombres que desaparecían, hombres que no podían continuar el camino porque estaban demasiado cansados, hombres que se acostaban sanos y amanecían muertos. Los motivos no eran nunca pronunciados en voz alta, pero los oficiales llevaban su propio diario de sucesos. Incluso se dice que algunos de ellos asistieron a la población civil de la zona a deshacerse de retornados siguiendo las tradiciones locales.

La guerra concluyó con el Tratado de Passarowirtz y estos informes fueron enviados directamente al emperador Carlos VI a través del emisario que firmó en su nombre. El emperador quedó tan profundamente consternado que convocó un concilio secreto en la ciudad de Hallstatt. Fue elegida por la dificultad de llegar hasta ella. En aquel tiempo, sólo podía llegarse por mar o por un estrecho paso de montaña que desanimaría a diversos curiosos. Diferentes potencias europeas enviaron especialistas. Muchos de ellos eran eclesiásticos y filósofos, pero también militares que en las recientes guerras se habían enfrentado a esa clase de misterios. 

El concilio duró varias semanas. La primera propuesta del emperador fue crear una liga para acabar con esos seres y proteger a las gentes. Fue secundada por militares y los más fanáticos de los sacerdotes. Pero estos eran minoría. Los más de los asistentes, miembros de hermandades más humildes, como franciscanos o benedictinos, dejaron claro que no podía hacerse aquello. Había en todas partes en aquel tiempo un conocimiento sobre todo esto entre las gentes más humildes. Por supuesto, muchos de ellos no lo creían, pero al menos servía para defenderse llegado el momento. Era necesario recopilar casos, adquirir conocimientos. El trabajo en la sombra, en el secreto, evitaría el pánico entre la población. Aunque tampoco descartaban ayudar a aquellos que no sabían a lo que se enfrentaban. 

Observar, conocer, recopilar y ayudar con sabiduría. Aquella se convirtió en la máxima de la Orden. Cada vez que alguien entraba en ella tenía que hacer un juramento sobre el manuscrito que comenzaba con aquella frase y seguía con un listado de normas a seguir. Incluso en épocas modernas, aunque era más bien algo simbólico, al modo en que los médicos realizan su juramento hipocrático. 

Incumplir el juramento tenía consecuencias dependiendo de cuál de las reglas se incumpliera. Normalmente eran indulgentes con aquellos que se veían superados por el sentimiento de culpa y se involucraban en los acontecimientos. Se limitaban a negarles el acceso a los archivos, aunque siempre había gente que les facilitaba la información que necesitaran. Normalmente se les conocía como “cazadores” y eran admirados por muchos.

Otra de las reglas que más a menudo se rompían era la de mantener el secreto. Uno de los más ilustres rompejuramentos en ese sentido era el conocidísimo Agustín Calmet. Tampoco se les castigaba demasiado. Se limitaban a expulsarle de la orden y borrar el nombre de sus archivos. Si la orden era mencionada, se desmentía. Era fácil hacer que él pasase por loco o mentiroso, nadie creía en cosas así.

Se decía que había una regla que nunca se había incumplido. También que era una que se castigaba de la forma que un consejo decidiese. Jamás lo había hecho nadie, nadie era tan insensato: la regla decía que no se podía entrar en contacto directo con los seres que estudiaban, con el mundo de las sombras. Muchos de aquellos seres tenían forma humana, podían fingir sentimientos. Era fácil para ellos engañar a los mortales, hacer que alguien les apreciase, se plantease pactar con ellos, entrar en relación con ellos. Era la peor de las traiciones y si alguna vez se había llevado a cabo, no se había descubierto. En realidad, no se lo habían contado.

- Déjame entrar- escuchó.

Había dejado de mirar por la ventana, de esperar. La llamada le sobresaltó. Miró hacia el cristal y reconoció al ser que estaba allí, flotando frente a su ventana. Tragó saliva con dificultad mientras se dirigía a abrir la ventana.

- Entrar- repitió el ser.



Dudó unos momentos. Nunca debían de entrar en relaciones con aquellos seres. Alargó la mano para abrir. Aquello era justo lo que se disponía a hacer.

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