martes, 13 de agosto de 2013

Primera parte: Draugar (XVIII)



La casa de Hákan estaba a un tiempo vacía y llena. Era esa clase de casas con olor a muebles viejos, fotos por los estantes y un aspecto general de falso desorden. Estaba iluminada por una luz dorada, la que las cortinas permitían pasar, en ningún momento demasiado intensa para dañarle. Pero sí lo suficientemente hermosa como para que le tentase investigar un poco más por la casa, permitirse el lujo de estar levantado durante el día.

Había matado al anciano, y eso hacía que la casa de este quedase libre de protección. Aunque tampoco importaba demasiado, puesto que le había invitado a entrar antes de que ocurriera. Tenía libre acceso a la casa. Podía utilizarla como refugio, evitar el cementerio. No le desagradaba dormir en la tierra, pero cuando lo hacía prefería que fuera en el mismo lugar en que le habían enterrado. Por supuesto, no quedaba nada del túmulo donde fue enterrado, alguien había decidido construir un jardín botánico encima. Aquello le resultaba agradable. Todos los muertos están de una u otra forma ligados al lugar de su enterramiento, y él prefería estar ligado a un jardín que a una lápida. 

Le gustaba la casa de Hákan. Los cuadros de las paredes del salón eran totalmente desconocidos. Una segunda mirada dejaba claro que había sido uno de los hijos quien lo había pintado con mano virtuosa. El televisor era pequeño, antiguo, igual que los sillones. Sobre la mesa de cristal había un juego de té y una taza de café que no habían tenido tiempo de limpiar. Una puerta daba a la cocina, pero no había necesidad de entrar en ella. Se dirigió al pasillo y abrió la puerta de su izquierda. 

Deba al despacho de Hákan. Una de las paredes estaba cubierta con una estantería donde los libros se habían ido amontonando. Sintió la tentación de leerlos. Cuando uno tiene una larga vida que sabes que no terminará hasta que las Eras del Mundo terminen, los libros acaban siendo buenos compañeros. También la música y la pintura, pero los libros tenían algo especial: eran tan inmortales como él. Las pinturas se destruían, la música cambiaba de estilos, pero los libros, las historias, permanecían eternas. Pasaban de pergamino a papel y de papel a formato electrónico, pero eran los mismos textos, salidos de la misma mente. Los recuerdos y sentimientos que despertaban eran también los mismos. 

Muchos de los suyos eran aficionados al arte. Incluso muchos de ellos habían hecho aportaciones. Por supuesto, los vivos no podían diferenciarlo, consideraban que era simplemente virtuosismo. Pero entre ellos podían reconocerlo fácilmente y solía ser curioso. Sonrió al pensar en los poemas que en el siglo de las luces había repartido en octavillas por las calles de Viena. 

Suspiró y cerró la puerta del despacho del anciano. No llevaba muerto más de veinticuatro horas, no iba a profanar su intimidad intelectual antes de que comenzara a pudrirse su cuerpo. 

Se dio la vuelta y abrió la puerta de enfrente. Era una habitación pequeña, con una cama individual y cortinas cortas azules. Un escritorio blanco y pósters en las paredes dejaban claro que era la habitación de uno de sus hijos. Bien, eso implicaba que era el refugio de alguien que aún estaba vivo. Dio un paso de prueba y entró en la estancia. Bien, pesaba más la propiedad de Hákan que la intimidad del hijo. Volvió a suspirar.



Se acercó a la ventana y agarrando el mecanismo de la persiana a través de la cortina, dejó la habitación completamente a oscuras. Cerró también la puerta y suspiró por tercera vez antes de tumbarse sobre la cama y abandonarse al sueño.

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