jueves, 30 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XV)



Hálavallagarður no es un cementerio al uso. No es sólo que esté en mitad de un bosque y que tenga casi doscientos años de existencia, es que además esconde algún que otro secreto en el subsuelo.

Según se entra por la puerta principal, recto hacia la zona más antigua, puede verse una enorme roca tallada de un modo similar a un dolmen. Una placa de acero explica que es un monumento a aquellos que el mar se ha llevado consigo y cuyos cuerpos jamás han sido encontrados. Bajo el monumento, se abre una enorme cripta en la que los familiares solían dejar placas con el nombre del desaparecido. La estancia principal era como una pequeña capilla, con un altar en el centro, y a los lados, se abrían dos túneles excavados en la tierra, donde los enterradores solían aprovechar para dejar algunos osarios. Uno de los túneles era la entrada a la cripta, conectada con la capilla.

El mar se lleva cada vez menos hombres, y a los que allí se homenajea hace tiempo que perdieron a los familiares que les visitaban. A día de hoy, ya casi nadie recuerda que la cripta existe, de forma que ha ganado otras utilidades menos ortodoxas. Aún así permanecía en buen estado. Salvo por la capa de polvo que lo cubría todo y el olor a moho por los restos que se pudrieron por el paso de los años, no estaba tan mal. Bastante mejor que los refugios de emergencia que sus ocupantes solían tener.

Los hombres que estaban allí no podían dejarse ver durante el día. Aquello significaría la muerte. Pero tampoco necesitaban dormir, tenían una misión que aún no habían cumplido. Durante más de 900 años habían podido pasar las horas del día descansando, como hacían los Hijos de la Sangre, pero ahora ya no podían; se debían por entero a la misión, era la razón de su existencia, eran esclavos de ella. Sólo llevándola a término podrían ser libres de nuevo y disfrutar de la eternidad.

De modo que, aunque aún no era de noche, estaban en la cripta, inquietos. Uno de ellos estaba tendido boca abajo en el altar que ya nadie usa, cubriéndose los ojos con las manos, y lanzando de vez en cuando algún bufido. El otro estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, jugueteando nervioso con las piedras del suelo.
¿Te has curado ya?-preguntó con impaciencia.
No, joder. ¿te crees que es tan fácil?

Se encogió de hombros y tiró una de las piedras contra el altar. El que estaba tumbado, bufó de nuevo.
¿Qué coño crees que haces?
Puedes hablar ¿no? ¿Cuánto crees que tardaremos?
¡Y yo qué sé! Poco, espero. Tenemos uno de los fragmentos, y tú tienes acceso a la casa de las dos tías ¿no? Yo me pasaré a hablar con el tío del cáncer, seguro que accede.
¿Y si no?
¡Si no lo mato, joder! Necesito descansar, calla de una puta vez.
Vale, señor susceptible. Cuánto drama por una…

Guardó silencio. Podía escuchar el sonido de unos pasos. Unos pasos cuidadosos, como si estuvieran entrando a través de la capilla.
¿Oyes eso?

Pero la pregunta era innecesaria. Para cuando la hizo, el que estaba en el altar estaba de pie, observando la entrada a pesar de que todo lo que podía ver era una película roja de sangre.

En apenas unos segundos, un hombre nuevo estaba delante de ellos. Alguien que no conocían. A diferencia de ellos, que vivían en la tierra desde que habían regresado a su estado original, estaba pulcramente aseado, con los cabellos bien peinados y usando ropas humanas. Incluso había tenido el detalle de calzar botas de monte para atravesar los pasadizos sin mancharse demasiado.

- Señores. –dijo a modo de saludo, inclinando la cabeza en una señal de respeto.

Era un Hijo de la Sangre.
¿Qué haces aquí, Hijo de la Sangre?- hablaba el de los ojos ensangrentados.
Un respeto, Salveig. Soy más viejo que tú.
¿Y a mí qué me importa? No puedes venir aquí y pedir que te rindamos pleitesía.
No quiero que me rindáis pleitesía. Sólo vengo a advertiros de que estáis llamando demasiado la atención.
¿Llamar la atención? –Esta vez fue el otro quien habló. Tenía el cabello lacio y negro, enredado con ramitas y trozos de tierra. -¡No me importa una mierda llamar la atención! Tenemos que acabar lo que empezamos.

El recién llegado puso los ojos en blanco y resopló.
¿Y no puedes acabarlo sin dejar un reguero de señales de nuestra existencia?
Eso es secundario.
No, no lo es. Nos ponéis en peligro a los demás con vuestra imprudencia.
¿Imprudencia? ¡Qué sabrás tú de…!
¡Cállate, Fabien!- fue el rubio quien habló entonces- Tendremos más cuidado, Hijo de la Sangre. Al menos lo intentaremos. Nuestras prioridades no son las mismas que las vuestras.
Tenemos la misma prioridad, mantenernos con vida.
Esa en nuestro caso va en segundo lugar.
Eso ya lo veo, Hijos de la Tumba.

Resoplaron al mismo tiempo. ¿Cómo se atrevía a entrar en su casa y exigirles cambiar su comportamiento?

El que había sido llamado Fabien saltó sobre él, sin poder contener su furia. El recién llegado, sin embargo, parecía preparado. Agarró a su atacante del cuello, presionando con tal fuerza que un hilillo de sangre salió por su boca. Posó su otra mano con suavidad sobre su coronilla, y giró. El cuello de Fabien se rompió tan fácilmente como si hubiera sido el cuello de un pollo. Pero aún así boqueaba, como si siguiese intentando hablar.

- Cállate un rato, Fabien, o te harás más daño.-sonaba irónico, divertido con la situación.

Salveig dio un paso al frente, pero lo pensó mejor. Cuanto más se hiriesen, más tardarían en terminar la misión, y aquello era lo único que importaba en aquel momento. Ya tendrían tiempo de vengarse después.

- Controlaos, señores. O la próxima vez no seré tan delicado.

Las palabras aún resonaban en la cripta, cuando ya no estaba allí. Salveig se agachó para atender a Fabien. Tenía el cuello partido, pero se recuperaría. Siempre se recuperaban. Había formas de matarlos, desde luego, pero nunca morían cuando tenían una misión. No saberlo había supuesto la muerte de mucha gente a lo largo de los siglos.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XIV)



Cuando Sara volvió al hospital, era ya de noche. Había tardado más de lo que se había propuesto, porque no tenía ni idea de la disposición que Aislin utilizaba en su habitación, y le había resultado complicado encontrar lo que le había pedido. Bueno, además, había parado para comer y tomar un café, y se había entretenido con los cisnes del parque. Había ido andando en las dos ocasiones, puesto que no conocía la ruta de autobuses aún, y el camino eran más de cincuenta minutos.

Había supuesto que no la dejarían pasar, que tendrían unos horarios rígidos de visitas, como todos los hospitales que había conocido. Sin embargo, Islandia era diferente también en eso. La única restricción al número y los horarios de visitas era la fuerza que el paciente tuviese en ese momento. Aislin debía de encontrarse mejor, porque dejaron que Sara subiese a su habitación a pesar de la hora y a pesar de que le habían dicho que ya tenía compañía.

No conocía lo suficiente a su compañera como para saber quién era la persona que estaba con ella durante la noche, y se sintió incómoda con la perspectiva de conocer más de la vida de Aislin. Pensó que lo mejor que podía hacer era mantenerse tan lejos como fuera posible: le daría la bolsa con la ropa y los libros y marcharía de nuevo a casa. El día siguiente era lunes, y aunque no tenía cita para hacer nada en la universidad, quería aprovechar para hacer algo, tal vez dar una vuelta larga por la ciudad para conocer algo más que la calle principal, su casa y la universidad.

Al entrar en la habitación, dio un respingo.

Aislin seguía en la cama, aunque el color maliciento de su rostro había desaparecido casi por completo y estaba sentada en lugar de recostada. Aún llevaba suero y se tapaba casi recatadamente con la sábana. Sonreía, parecía sorprendida de que Sara llegase a esas horas.

- No te esperaba hasta mañana- Dijo a modo de saludo.
Lo siento, me he retrasado… sólo…- dejó la bolsa encima de la cama.- Ya me voy.
Por favor, no te vayas ya, no será necesario. Quédate.

La cortesía del acompañante de Aislin tenía un deje de imperativo. Al entrar en la habitación no se había permitido demasiado observarle, le parecía de mala educación y a pesar de todo Sara era una persona tímida.

- Sara, este es Kjell. Un viejo amigo. Ella es mi compañera, ya te he hablado de ella.- Aislin hizo las presentaciones como si aquello fuera un evento social en lugar de estar en el hospital recuperándose del ataque de un yonki.

-Un placer, Sara.

Y lo peor era que el tal Kjell actuaba de la misma manera. Se levantó de la silla en la que estaba sentado y que había arrastrado a la altura del cabecero de la cama y extendió la mano hacia Sara. Respondió al saludo tan educadamente como pudo.

- Igual.

Se sentía rara. No le gustaba ese hombre, le hacía sentirse incómoda. No era muy alto, tal vez un metro setenta y poco y rondaría los cuarenta años, la clase de hombre que viste con vaqueros y americana como si fuera un maniquí. Tenía facciones cuadradas, marcadas. Si le hubieran preguntado a Sara, hubiera dicho que eran afiladas, igual que su mirada, fija, inquisitiva, azul. Tenía esa pose recta de hombros que uno se imagina en los militares, con hombros anchos, pero se movía como un gato. El cabello rubio y lacio le caía sobre la frente, desentonando un tanto con el resto de su aspecto.
Voy… voy a por un café- se disculpó Sara.

En cuanto estuvo en el pasillo tuvo que reprenderse a sí misma por su estupidez. Se había quedado fascinada como una estúpida sólo porque había visto a un hombre atractivo. Eso era lo que le hacía sentir incómoda, la posibilidad de sentirse atraída por un hombre que no fuera su novio. Además, ella no era la clase de chica que va por ahí perdiendo la cabeza por un tipo guapo.

Fue a la máquina de café y, en un intento de subsanar el error de colegiala que había cometido, sacó otro para Kjell. Luego suspiró e intentó convencerse a sí misma de que estaba sometida a demasiada presión, que tenía que relajarse en cuanto pudiera o iba a estallar un día cercano. Tenía que dejar de pensar tanto.

- Te he traído uno a ti también. –dijo al regresar, alargándole uno de los vasos a Kjell.- No sabía si lo querías dulce así que no le eché azúcar.

- ¿Me has traído uno?¡Vaya, has acertado de pleno!- agradeció él, tomando el vaso que le ofrecían y llevándoselo a los labios. –Muchísimas gracias, ha sido un detalle.

-No pasa nada.

Miró a Aislin. Observaba la escena divertida, como si hubiera ocurrido algo que ella no había podido identificar. Sintió un arrebato de furia, siempre parecía perdida cuando estaba con Aislin, como si se moviesen en dimensiones diferentes aunque coincidieran en el mismo espacio-tiempo.
Bueno, -dijo, casi a modo de venganza- ¿De qué os conocéis?

Kjell dejó el vaso de café a un lado y respondió a la pregunta.
Nos conocimos hace bastantes años, cuando Aislin vivía todavía en Irlanda. Nos hicimos amigos, y nunca hemos dejado de serlo.
Creo que tenía quince años, dieciséis a lo sumo.-añadió Aislin.
Ya…- Sara no tardó en atar los cabos. Era psiquiatra, en eso consistía su trabajo. Así que Kjell era el hombre “un poco mayor” por el que Aislin había renunciado a su familia y a su tierra. Bueno, había que reconocer que tenía buen gusto. Y también que se había equivocado en las conclusiones que había sacado la primera vez que escuchó la historia. Estaba claro que no la había abandonado, aunque sintió curiosidad por la clase de relación que existía entre ellos.
¿A qué te dedicas, Kjell?
¿A qué me dedico? ¡Vaya! Eso son muchas preguntas…- Sara se ruborizó, y el detalle hizo que Kjell riera.- Depende del momento. Principalmente, arqueólogo e historiador.
¿Depende del momento?
Sí, depende del momento. También soy médico y he trabajado alguna vez de profesor.

- Wow- fue lo único que pudo decir, sinceramente impresionada.

Tal vez era mayor de lo que aparentaba. O increíblemente inteligente. Estaba tentada de preguntar qué edad tenía, pero le pareció que era demasiado. Había pasado de ser como una adolescente estúpida a ser una cotilla metomentodo. Y decidió que era el momento oportuno para salir de allí. En cualquier caso, podía ver que existía algún tipo de intimidad entre ambos que, de alguna manera, había interrumpido.

Se sentía estúpida de nuevo por la reacción que había tenido al conocerle, y, un tanto avergonzada, se levantó para marcharse.
Bueno, mañana madrugo, así que… creo que debo marcharme.
Claro. Gracias, Sara- se despidió Aislin.
No ha sido nada, tú mejórate ¿vale? Un placer, Kjell –añadió.
Igualmente. Supongo que nos volveremos a ver por ahí.

Contestó al cumplido con un asentimiento y salió a la calle. Desde la entrada del hospital podía ver la universidad, el parque… y el cementerio. Siendo sincera consigo misma, no le apetecía volver a casa y dormir sola. Dirigió una mirada anhelante al hospital, preguntándose si podría quedarse allí aquella noche. Tuvo que admitir para sí misma que uno de los motivos por los que había tardado en llegar al hospital era que estuvo barajando aquella posibilidad todo el tiempo. No contaba con que Aislin tuviese ya alguien que pasara la noche con ella.

Se estaba portando como una niña malcriada. Tenía miedo, pero era un miedo que ella misma se provocaba pensando tanto y dando tantas vueltas a las cosas. Lo que sí era cierto era que no quería volver andando a casa. Revisó cuánto dinero tenía en la cartera. Cinco mil coronas. Supuso que sería suficiente y se dirigió, casi a la carrera, hacia la parada de taxis que tenía delante de sí.

martes, 28 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XIII)



- ¿Si? – Sara había tardado en levantarse de la cama. El teléfono había sonado al menos cinco o seis veces antes de que se sintiese con fuerza suficiente como para levantarse. Había confiado todo el tiempo en que Aislin se levantase antes y lo cogiese. Pero no, se había levantado, más cansada que nunca, con las primeras luces del amanecer, para coger el teléfono.

- ¿Eres la chica que vive con Aislin Dooran…? ehm… ¿Sara?- dijo la voz al otro lado del teléfono.

- Sí, soy yo.- No se lo esperaba, pero reconocía el tono de voz frío, sin expresión, que le hablaba. Ella misma la había utilizado en alguna ocasión, mientras hacía el periodo de residencia en el hospital.- ¿Qué ha pasado? –preguntó como por instinto.

- Está ingresada. Le hemos hecho una transfusión y parece estable, la cambiaremos a planta sobre el mediodía.

- Ah… ¿Una transfusión? Pero… ¿qué ha pasado?

- No puedo decírtelo por teléfono, si te pasas por aquí sobre las doce o la una, te informarán de todo.

- Está bien, ehm… eh… ¿en qué hospital está?

- En el universitario, pregunta en recepción.

- Ok, yo… allí estaré. Gracias.

Para cuando colgó el teléfono, pese a seguir cansada, no tenía nada de sueño. ¿Qué podía haberle pasado a Aislin? Tenía la sensación insana de que tenía que ver con lo que le había pasado a Helga, pero no podría decir porqué. Los sueños inquietos y el cansancio acumulado, así como el cúmulo de acontecimientos, eran demasiado para ella. No quería pensar más, ni hacer cábalas. Era mejor dejar que las cosas y la información llegasen cuando tenían que llegar. Era uno de esos momentos en los que echaba de menos su casa, el calor de inicios del otoño, los olores de la cocina y la conversación sobre intrascendencias.

Pensó que no tenía nada que hacer hasta medio día, y que tal vez lo mejor fuera volver a la cama a pesar de todo. Lo pensó por un momento. La forma en que se levantaba después de dormir por la noche le hacía pensar que era mala idea. Incluso estaba desarrollando una suerte de temor a la noche y a dormir. Estaba amaneciendo, así que la idea le pareció tan buena como cualquier otra: no tendría fuerzas para enfrentarse a lo que fuera que pasase en el hospital si no descansaba.

Sorprendentemente, en aquellas seis horas que durmió después de meterse en la cama de nuevo descansó muchísimo mejor que en todo el tiempo que llevaba en Islandia y para cuando se levantó, se sentía con mucha más energía, olvidados todos los temores de la madrugada. Incluso se rio de ello. Es curioso cómo los miedos que por la noche parecen tan reales se tornan en objeto de burlas en cuanto brilla el sol y pierden su poder. La gente, al igual que Sara, tiende a pensar que se debe a que la oscuridad crea temores o libera aquellos que tenemos normalmente olvidados. En realidad, es el sol el que brilla demasiado como para permitir ver lo que se oculta en las sombras, solo que hemos preferido ignorarlo. Tal vez porque nuestra mente no podría soportar la verdad.

De cualquier modo, cuando llegó al hospital estaba de buen humor. Por supuesto que le preocupaba qué le había pasado a Aislin, pero estaba mucho más dispuesta a asumir la responsabilidad ahora que estaba descansada.

Después de casi una hora y media esperando, le dijeron que había sido atacada por alguien, que tenía marcas en el cuello, como si le hubieran mordido o cortado con un algo punzante, que desgarrase. El principal problema era la pérdida de sangre, pero parecía que la transfusión había surtido efecto. Sin embargo, querían que se quedase un par de días más en observación y hacer un par de pruebas, para descartar la posibilidad de que al haberla mordido, hubiera contraído algún tipo de infección. Luego la remitieron a la segunda planta.

Sara no conocía suficiente de la lengua islandesa como para saber qué tipo de patologías se trataban allí, pero mientras iba por los pasillos buscando la habitación 249, sintió que el ambiente no era especialmente preocupante. Había trabajado en tres hospitales diferentes, y aunque cada uno tenía una forma de organización diferente, era fácil diferenciar las plantas de enfermos graves de las de enfermos leves por el ambiente que en ellas se respiraba.

Los enfermos leves solían tener menos visitas, pasar más tiempo en los pasillos y las salas comunes que en la habitación, conversaban animadamente. Los enfermos graves era difícil verles, puesto que solían pasar gran parte del tiempo tumbados. Por supuesto que había alguno que se levantaba y daba cuatro vueltas por ahí, pero eran una minoría. En cambio, había un trasunto constante de visitas con expresión grave y un sonido constante de presagios susurrados. El pabellón psiquiátrico solía estar apartado del edificio principal, o bien en las plantas más bajas.

La habitación de Aislin era pequeña, parecida a la que había visitado el lunes anterior. Parecía que habían pasado meses desde entonces. Su compañera de piso estaba despierta, incorporada en la cama, jugueteando con los cables del suero que tenía enganchados en el brazo. Tenía el cabello revuelto y vestía la bata blanca de hospital que le habían proporcionado. Sobre una de las sillas estaba doblada la ropa que había llevado la noche anterior, manchada de sangre.

- ¡Hey!-saludó cuando la vio. Tenía el rostro maliciento, pero parecía de buen humor.

- Hola…- se acercó a la cama y se sentó en el borde.- ¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado?- lamentó no haber cogido nada de ropa para Aislin. No estaba acostumbrada a estar en hospitales más que como trabajadora.

Llamó su atención el vendaje en el cuello. Cubría casi la totalidad del mismo, como una especie de bufanda siniestra. Aislin no parecía especialmente preocupada por su estado de salud, ni por lo que había ocurrido. Cuando habló del asunto, su tono era tan natural como si hablase del tiempo.

- Nada, un gilipollas me quiso robar y me mordió en el cuello porque no llevaba dinero.

- ¿Qué?- aquello no tenía ningún sentido.

- Yo qué sé, estaría colocado.-parecía que no quería hablar del tema. No podía culparla por ello, pero no tenía la actitud esperable después de haber sido atacada por un yonki en mitad de la calle. Parecía, de hecho, que tenía un subidón de adrenalina.

- Pero…

- Ya lo he denunciado, la policía se te adelantó.

- Bien. Veo que estás perfectamente…

No dejaba de sorprenderse con la personalidad de Aislin. En un análisis rápido, supuso que estaba reprimiendo los sentimientos más oscuros que ello le causaba. Daba un poco igual, pero nunca había visto a alguien tan capaz de ver las cosas desde fuera como ella. O, al menos, dar la impresión de que nada le importaba.
Oye, Sara… ¿me harías un favor?- Aislin se inclinó un poco hacia ella.
Claro.
¿Puedes volver a casa y traerme un par de libros o algo así? Me han dicho que tengo que estar aquí como dos días más, y me aburro horrores.
Si, como no. Te traeré también un pijama y ropa limpia para cuando salgas ¿vale?
Muchas gracias.

Sara se levantó de la cama y ya se marchaba cuando Aislin volvió a llamarla.

- ¿Me traes algo de chocolate también? Esta gente dice que no me conviene ahora…

- ¡Soy médico, no voy a hacerlo!- respondió.

Aislin se encogió de hombros en un gesto que parecía querer decir “había que intentarlo”. Sara salió, incrédula de lo que estaba viendo.

Por su parte, la enferma suspiró aliviada cuando vio que su compañera se iba. No es que le desagradase su compañía, simplemente estaba demasiado cansada como para fingir que todo iba bien, para mantener la mentira que había estado contando desde que se había despertado: que un tipo, posiblemente colocado, la había atacado cuando llegaba a su casa. No estaba dispuesta a decir la verdad y que la tomarán por loca. Necesitaba descansar, y se abandonó al sueño provocado por los analgésicos encantada.

domingo, 26 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XII)



No tenía pensado asistir a la charla de Jacqueline Simpson. Le había apetecido desde que se enteró, porque el asunto le resultaba interesante. Era sobre porqué se decía que en Inglaterra no había cuentos de hadas. Pero no tenía ánimo para ir de conferencias, le apetecía muchísimo más hacer otras cosas, antes de que llegase el invierno y tuviese que quedarse casi encerrada en casa. Le gustaba Islandia y le gustaba la nieve, pero le costaba mucho acostumbrarse a las veintidós horas de oscuridad del invierno, por mucho que llevase viviendo allí casi ocho años.

Sin embargo, después de la sensación extraña que tuvo la noche anterior, decidió ir. Normalmente sus hábitos eran más bien solitarios; le gustaba ir a la piscina de agua caliente, o coger el coche y marchar a algún lugar perdido donde pudiera estar ella sola con la naturaleza. Era una de las cosas que más le gustaban de Islandia, no tenía que irse muy lejos para disfrutar de la más absoluta soledad. Incluso en la misma capital había algunos lugares en los que conseguirlo. Pero no, aquel día no quería estar sola. Prefería con mucho la sala atestada de la universidad, llena de estudiantes entusiasmados y académicos reverentes por la presencia de la prestigiosa folklorista. Se sentiría mucho más segura de ese modo.

Llegó pronto a la sala de conferencias, pero ya había gente esperando. Aquello también le agradó. Eligió un sitio por el centro, cerca de dos mujeres de mediana edad que parloteaban sin parar, y se acomodó. Sacó la mesa del respaldo de la silla que tenía delante y acomodó su agenda para tomar notas. Luego, simplemente, esperó.

Sabía del trabajo de Jacqueline Simpson, sobre todo de las traducciones que había hecho de los cuentos islandeses al inglés, y de las recopilaciones de cuentos populares que había hecho a lo largo de su vida. Un ejemplar de “Country Lore and Legends” reposaba en la estantería de su salón. Y también el libro sobre el folklore de Mundodisco que había hecho hacía unos años.

A pesar de ello, cuando vio entrar a la anciana en el salón de conferencias, ayudada por un solícito becario, se dio cuenta de que aquella no era la imagen mental que tenía de ella. Nunca la había visto, y en su imaginación la folklorista se dibujaba como una mujer de unos sesenta años enérgica y con una voz potente.

Al menos, en ese último punto no se equivocó, y durante las siguientes dos horas, se olvidó de todo, sumergida en las historias que contaba. Por cada dato que daba contaba al menos dos o tres historias diferentes, y la forma en que lo hacía permitía a Aislin sentirse parte del escenario del cuentacuentos, tan carismática era la anciana.

Cuando salió de allí, se había olvidado por completo de la inquietud que le había asaltado la noche anterior, y se permitió el lujo de parar en el Kaffi&Té para tomar una taza de chocolate caliente mientras ojeaba alguno de los libros de la librería Eymundsson, donde estaba la cafetería.

Era ya de noche cuando decidió volver a casa. Era sábado, pero demasiado temprano para que la gente hubiera empezado a reunirse para ir de fiesta. Esas reuniones empezaban siempre cerca de la medianoche. Mientras caminaba, la inquietud volvió a ella, y se sintió idiota por haber esperado hasta después de anochecer para volver. Apretó el paso, estaba sola en la calle, cerca del puerto, pero tampoco quería correr.

A apenas diez metros de su casa, escuchó un susurro llamándola. Miró a su alrededor, pero no había nadie. Apretó aún más el paso, sintiéndose más y más segura a medida que la puerta del portal estaba más cerca.

- Tienes algo que es mío.

Ahogó un grito. Delante de ella, como aparecido de la nada, estaba el hombre rubio que habían visto la noche anterior en el restaurante. En esta ocasión vestía completamente de negro, y tenía la capucha subida sobre la cabeza, pero Aislin pudo reconocerle. No olvidaría un tipo como ese en mucho tiempo.

- Mira, tío, no te conozco de nada ¿vale?

- No vale. No me conoces, pero yo a ti sí, Aislin Dooran. Y tienes algo que es mío.

- No tengo nada tuyo, déjame pasar.

En el mismo momento en que pronunció las palabras, supo que ni siquiera ella misma las creía: claro que sabía quién era, o más bien, sabía qué era. Sólo que no creía tener nada que no le perteneciese.

- Déjame pasar.-repitió, con más fuerza. Era lo único que se interponía entre ella y su casa, si conseguía cruzar la puerta del portal, estaría segura.

- Me parece que no te dejo pasar.

Alargó la mano tan rápido que ni siquiera pudo verlo venir, y la agarró de la garganta. Quiso gritar, pero no pudo, no sólo no le era posible hablar, sino que cada vez le costaba más respirar. No la estaba estrangulando, simplemente paralizándola, evitando que gritase, haciendo que le fuera difícil moverse. Se inclinó sobre ella, y la mordió. Estuvo apenas un par de minutos sobre su cuello, lo suficiente para que la herida se desgarrase y la sangre empezase a fluir con trozos de piel.

Aislin se revolvía. Le había soltado el cuello, y su cerebro trabajaba con rapidez. No había ninguna forma de librarse de él, pero sí de ganar tiempo. Mientras se movía para cambiar de posición y hacer una herida nueva, la mujer clavó los dedos en sus ojos. Fue un impulso, los clavó tan fuerte como pudo, sin pensar en las consecuencias. Escuchó un sonido húmedo, como un chasquido, y un reguero de sangre cayó sobre su mano izquierda.

- ¿Qué coño haces, zorra estúpida?

Su atacante se había apartado de ella y se cubría los ojos con las manos. Era evidente que no podía ver. Estaría bien de nuevo a la noche siguiente, pero de momento, no era más una amenaza. Aislin sonrió, y se permitió a sí misma mirar cómo la calle volvía a quedarse vacía.

Se sentía mareada. Por la falta de aire, por la pérdida de sangre. Sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta e intentó abrir, pero todo le daba vueltas. Sintió el vacío, la falta de fuerza, dejó de ver lo que había a su alrededor y sólo vio la negrura, y supo que se iba a desmayar. Se apoyó con la mano sobre los timbres y, mientras se desvanecía, llamó a los seis apartamentos sin querer. Aquella fue la casualidad que salvó su vida.

sábado, 25 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XI)



.- ¿Dónde vas?- Preguntó Sara al ver marchar a Aislin de forma apresurada cerca de las seis de la tarde.

- A una charla que dan en la universidad un par de folkloristas. ¿Vienes?

- No, gracias. Tengo cosas que hacer.

No tenía nada que hacer en realidad. Simplemente se sentía cansada, tanto que lo único que quería hacer era tumbarse y dormir. Se había levantado temprano, sin embargo, porque quería empezar a trabajar en la idea sobre los arquetipos Jungianos, y pasó gran parte de la mañana poniéndose al día con las teorías del alumno díscolo de Freud. Después de un par de horas, lo había dejado de lado y había llamado a sus padres.

Fueron los primeros en darse cuenta de que tenía aspecto cansado.

- He dormido mal –había contestado ella- pesadillas y cosas así, será el estrés de trabajar tanto…

No era mentira. Había estado teniendo pesadillas desde el primer día que llegó a Reykjavík, pero la noche anterior fue la peor de todas. Primero, había caído dormida como un muerto nada más tocar la cama, en un sueño que más parecía un letargo, como cuando se tiene fiebre y se pasa gran parte del día durmiendo. En algún momento de la noche había empezado a escuchar que la llamaban. Era una voz agradable, le resultaba familiar. Después de un rato empezó a pensar que era la voz de su novio, que la llamaba en sueños y le pedía entrar para pasar la noche con ella.

Desde luego que lo hizo. Le echaba de menos, y aunque no tuvieran dinero suficiente como para vivir juntos, no iba a dejar pasar la oportunidad de la compañía, que podía incluso hacerla olvidar el mal rato que había pasado en el restaurante, cuando pensó que aquel tío las iba a seguir. Pero después de eso todo fue inquietud.

Volvió a soñar con el cementerio, con el lago. Notaba un dolor en la pierna, como si se le hubiese dormido, y, cuando despertó, le resultaba imposible levantarse, se sentía como un peso muerto en la cama, como si fuera de piedra. No había conseguido concentrarse en todo el día, tenía sueño, sólo quería dormir.

Decidió que lo mejor era rendirse a lo que el cuerpo le pedía. Se metió un rato en la ducha y después, fue inmediatamente a la cama. Eran las siete de la tarde, pero no importaba.

Notaba que algo le pinchaba en el pie al caminar, que cojeaba. No se había dado un golpe, así que supuso que había pisado algo y se había cortado. Levantó el pie izquierdo y miró el talón. En efecto, tenía un pequeño corte, como si se hubiera clavado una piedra afilada. Le puso una tirita encima y no le dio importancia.

En el momento en que recostó la cabeza sobre la almohada, se durmió.

viernes, 24 de mayo de 2013

Primera parte: Draugar (X)



Su mujer había salido al 1011. No solía hacerlo, pero estaba embarazada por tercera vez, y los antojos ya habían empezado. No lo habían esperado, pero tampoco era desagradable. Gabriel estaba encantado con sus dos hijos mayores, que ya habían marchado a vivir por su cuenta, a pesar de su juventud. Ambos a los dieciocho años. Hacía 3 años desde que el más pequeño se fue, y la casa había parecido vacía desde entonces. No tanto al principio, cuando Gabriel, de natural huraño, había agradecido el silencio. Aquello duró unos meses, pero después incluso él empezó a echar de menos el sonido de la vida que daban los hijos. Venían de vez en cuando, en navidad y los cumpleaños, pero no era lo mismo. Un tercer hijo, por tardío que fuese, sería bienvenido. Se había ofrecido a ir él mismo al supermercado, pero ella insistió en que el buen tiempo acabaría pronto y que necesitaba hacer ejercicio, aunque fuera recorrer cuatro calles y pasar veinte minutos eligiendo qué comer.

Mientras esperaba que regresase estaba recostado en la cama, viendo el televisor. Dejaba la ventana abierta, le gustaba el aire de la noche para despejarse de las obligaciones del día, dejar que el viento se llevase las preocupaciones. Además permitía que el oxígeno se renovase. Vivía en un piso amplio, con tres habitaciones y de un estilo típicamente islandés; pocos muebles, heredados de familiares o comprados en tiendas de antigüedades, y la mayor parte de ellos cerca de las paredes. Aquella era una cultura de estar en casa, y para ello las casas tenían que ser suficientemente amplias para poder moverse por ellas. Su esposa había querido comprar una de las casas tradicionales islandesas, de dos pisos y un desván, pero a él le había parecido demasiado para su familia. Era francés, y siempre había vivido en un piso. Tener toda una casa para ellos le parecía un alarde que no estaba dispuesto a hacer. Era un contraste con la mentalidad islandesa, donde es más caro mantener un piso que mantener tu propia casa, pero él no lograba entenderlo. Era de clase media, no necesitaba una mansión.

A pesar de todo, era un hombre bastante tradicional, católico, hogareño, al que le gustaba disfrutar de una vida sencilla. En el televisor veía una película de los años 60 que le traía recuerdos de su infancia y le arrancaba una sonrisa de vez en cuando.

Fue a la cocina en busca de café y, cuando volvió, el televisor se había apagado. Resopló y volvió a encenderla, pero sólo apareció niebla en la pantalla. La apagó. Se sentó en la cama con la taza de café, dejando que la cafeína pasase por su garganta e intentando no pensar en nada.

Oyó un golpe y se sobresaltó. Parecía una llamada a la puerta. No se levantó, sabía que estaba solo en casa. Dejó de prestar atención, pensando que cualquier cosa que fuera, se desvanecería de ese modo. Volvió a sonar, dos veces, como una llamada insistente. De pronto, todo lo que había sucedido en la última semana vino a su mente de nuevo. Escuchó atentamente, pero no volvió a escuchar el ruido.

Miró alrededor de la habitación, todo parecía tranquilo. Hasta que fijó su mirada en la ventana. Se sorprendió, dio un respingo, pero no se asustó. Había leído lo suficiente como para saber qué estaba pasando, era un encuentro estándar.

- No soy tan idiota como para dejarte entrar- dijo a la figura encapuchada que había frente a su ventana. No podía ver mucho más que una sombra negra. Era del tamaño de un hombre alto, pero vestía completamente de negro, llevaba la cabeza cubierta con la capucha de la chaqueta y apenas podía verle el rostro en las sombras. Lo único que supo es que era un hombre. O tal vez fuera más correcto decir que había sido un hombre. Estaba flotando delante de una ventana en el tercer piso de un edificio en mitad de la ciudad. Gabriel se preguntó desde cuando estos seres eran tan descuidados.

- Tienes algo que es mío.- la voz sonó grave, entre dientes. Como si no hubiera movido los labios para hablar. Ni siquiera hubiera sabido decir si lo había escuchado o las palabras se habían colado en su mente de alguna manera.

- Te equivocas de persona. Vuelve a la tumba de donde has salido.

- Me equivoco… volver a la tumba….Valiente…. ¿Y si hacemos un trato?

- No tienes nada que pueda interesarme.

- ¿No lo tengo? Hace tiempo que te encuentras mal ¿verdad? ¿Quieres dejar asuntos sin resolver? ¿No ver crecer a tu hijo?

-¿De qué coño estás hablando?- pero sabía de qué estaba hablando. Llevaba meses evitando la consulta del médico por no enfrentarse a los resultados. Sabía qué era lo que le pasaba, porque él también era médico. Y prefería no pasar el resto de su vida entre hospitales.

- ¿De qué coño crees que estoy hablando?Puedo sentirlo. ¿Dos, tres años… cinco a lo sumo?

- ¡Largo! ¡No tienes nada que pueda interesarme!

El hombre de la ventana rió durante unos instantes. Luego levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos de Gabriel. El hombre no pudo apartar la mirada de aquellos ojos azules, profundos y sin expresión.

- Piénsatelo.-ofreció - volveré para hacerte de nuevo la oferta una noche de estas.

Gabriel asintió, sin saber qué más decir. Había mirado a uno de esos seres a la cara y mantenía su voluntad. Así que las historias que había leído de humanos que la perdían en su presencia no eran ciertas.

- Mi respuesta será la misma- respondió, obligándose a sí mismo a pestañear.

- Piénsatelo. Veremos.

Cuando Gabriel volvió a mirar, ya no había nadie en la ventana. Sin embargo, un olor extraño envolvía la habitación. Como a tierra húmeda removida. Se dio cuenta de que estaba sudando, de que la criatura había removido en sus terrores más profundos y los había hecho salir a la luz.

Se sentó en el borde de la cama y bebió de un trago el café que le quedaba, en un paradójico intento por relajarse. Aún respiraba con fuerza cuando su mujer regresó.

jueves, 23 de mayo de 2013

Primera parte:draugar (IX)



- ¿Sabes que hoy es viernes?-preguntó Aislin en el momento mismo en que la vio entrar por la puerta.

- Algo había notado…

- Vale, pues entonces sabes también que tienes que venirte a tomar algo por ahí.

- Ah, ¿sí?- no entendía a cuento de qué venía eso. No era persona de salir de fiesta. Como si supiese lo que estaba pensando, Aislin contraatacó.

- No hablo de ir a alguna discoteca a beber hasta el amanecer. Digo de ir a algún bar, comer algo, charlar… salir por ahí, ya sabes. Ahora, al mediodía.

- Vale, está bien.-Se rindió.

La semana había sido dura y necesitaba desconectar un poco, así que dejó las carpetas en la habitación, se cepilló el pelo, se cambió de chaqueta y salió al encuentro de Aislin.

- ¿Dónde quieres ir?- preguntó.

- Dónde quieras. Normalmente suelo preferir un asador de pescado, pero lo dejo a tu elección.

- No, tranquila, el asador está bien.

Parecía que Aislin sabía bien a donde iba, porque cuando llegaron al asador, el camarero que les guió hasta una mesa cerca de una ventana la saludó por su nombre. El asador era una especie de planta sótano en una de las casas de dos plantas cerca del puerto, con farolillos colgados sobre la puerta e interior de madera. Las mesas eran también de madera, y había bancos en lugar de sillas. El olor a pescado asado inundaba la estancia. Apenas había gente, y los que estaban parecían turistas un tanto perdidos.

- ¿Qué quieres tomar?-preguntó Aislin cuando el camarero les dejó las cartas sobre la mesa.

- Me da igual. Tomaré lo que tomes tú.

- No te lo aconsejo. Suelo comer ballena asada y tiburón podrido.

Sara no supo que contestar. Lo había dicho como si fuera una broma, pero, por algún extraño motivo, veía a su compañera de piso perfectamente capaz de ello.

- ¡Era broma! Me gusta más el bacalao y peces más normales.-Sara suspiró aliviada.- Pero que conste que los platos se sirven, por si tienes curiosidad.

Al final tomaron una especie de crema de bacalao y un pescado asado cuyo nombre Sara no sería capaz de repetir si le preguntaban, acompañado con ensalada y patatas asadas. Y litros de coca cola para beber. Le llamaba la atención la cantidad ingente de coca cola que se tomaba en Reykjavík. Tomaban casi tanto como café. A su comentario, Aislin respondió que en Islandia los fregaderos tenían tres grifos, agua caliente, agua fría y cocacola.

A medida que pasaba el tiempo, como suele ocurrir, la conversación fue hacia derroteros más personales.

- Cuéntame de ti -preguntó Sara- ¿Y tu familia?

-Ahm…-Aislin no se sentía cómoda hablando del tema, y la incomodidad se reflejaba en su rostro.

- Si me he metido donde no me llaman, no…

- No, no pasa nada. Es sólo que hace mucho que no sé nada de ellos. Yo… mi padre es un reverendo anglicano y mi madre una especie de funcionaria del gobierno. Tengo un hermano mayor, casado, ingeniero. Creo que ya ha tenido hijos. Y una hermana de dieciocho años que la última vez que la vi era insoportable. No hay mucho que contar.

Era mentira. De alguna manera, esa idea se coló en el pensamiento de Sara. No es que pensara que le había mentido en los datos básicos, sino en que no hubiera nada más que contar. Eso de “creo que ya han tenido hijos” parecía la clave. Daba la impresión de no tener ninguna relación con ellos.

Sara provenía de una familia bastante bien avenida. Siempre que había habido un problema, lo habían arreglado entre ellos, por duro que fuera. Recordaba cuando su prima estuvo metida en drogas. Lo habían pasado fatal, y aún así, no la habían abandonado. Nunca hubo una brecha que fuese tan fuerte como para dejar de hablarse. Por supuesto que tenían discusiones, gente que se llevaba mejor o peor entre ellos, peleas y facciones, pero nunca hasta ese punto. Eran sólo asuntos puntuales.

- ¿Qué pasó?-preguntó. Y en el mismo momento se arrepintió. Eso era lo que hacía siempre con sus amigos, y normalmente acababa discutiendo por meter las narices donde nadie le llamaba. No quería ni imaginarse lo que podía pasar con una desconocida como Aislin.

- Joder con la psiquiatra.-no parecía ofendida. No dejaba de sorprenderse con esa mujer: no parecía que nada le sentase mal, que nada la enfadase o le hiciese perder el buen humor. Iba a pedir disculpas y retirar la pregunta, pero Aislin no le dio tiempo- Nada importante, no les gustaba la clase de gente con la que me juntaba.

- ¿Cómo?- Eso si que no se lo esperaba. Aislin le parecía la persona más sensata que había conocido en mucho tiempo. No podía imaginársela juntándose con drogadictos o con la clase de gente que un padre no querría que anduviese cerca de su hija. Claro que no sabía realmente cómo era, ni cómo había sido antes.

- Ahm… Se llamaba…es igual. Yo tenía diecisiete años y él era… un poco mayor que yo.

- ¿Un poco? –aquello sí tenía más sentido, pero nadie se enfada demasiado por un novio “un poco mayor”.

- Mucho mayor…- por algún motivo, la idea le hizo reír.

Sara se sorprendió aún más. No era sólo que lo contase con la naturalidad con la que lo hacía, es que además podía reírse de ello. Era evidente que ese hombre ya no estaba con ella. No podía imaginar lo mal que ella misma lo pasaría si su novio rompiese con ella después de haber perdido la relación de su familia por su causa. Era el peor escenario que podía imaginarse.

Incómoda, miró a su alrededor, en busca de algo con lo que distraerse. Pudo ver que estaba anocheciendo. Cierto que habían llegado al restaurante a las cuatro y media de la tarde, y que después de comer habían empezado con las bebidas, pero no imaginaba que ya fueran las ocho o las nueve. El tiempo había pasado muy deprisa. Había más gente en el restaurante, más islandeses ahora. Le llamó la atención que también vendían bebidas en la barra, y sus ojos se fijaron sin darse cuenta en un hombre joven, rubio, con el pelo enmarañado. Vestía de negro, con una camisa vaquera azul abierta encima. Miraba para todas partes nervioso, mordisqueando un palillo y sin tocar su cerveza. Sus miradas se cruzaron y por un momento se sintió observada, incómoda. Supuso que estaba esperando a alguien y volvió la atención a la conversación.

- ¿Qué hay de ti?- preguntó Aislin.- ¿Alguna historia turbia que contar?

- ¿Qué? ¡No! Yo… crecí en una familia unida y en cuanto vuelva a España me iré a vivir con mi novio de toda la vida.

No podía hablar mucho más. Sentía en la nuca el peso de la mirada del tipo de la barra. Intercambiaron un par de comentarios más, apenas un par de minutos, hasta que Aislin se dio cuenta de que algo le ocurría. Siguió la dirección de las miradas nerviosas que Sara dirigía a la barra, hasta que recayó en el tipo rubio.

Él le devolvió la mirada, dejó de masticar el palillo y sonrió.

- Vámonos –urgió Aislin.- Se ha hecho tarde.

Sara no le dio tiempo a cambiar de idea. El camino a casa lo hicieron casi a la carrera, en silencio. Ambas se sentían inquietas, aunque el origen de su inquietud era completamente diferente. Sara temía que el tipo estuviese borracho y las siguiese. Aislin no sabía qué pensar. O, mejor dicho, no quería permitirse dejar pasar sus pensamientos al plano consciente. Mientras consiguiesen llegar seguras a casa, daba igual lo que quedase fuera. Nada entraba en las casas si no lo dejabas entrar.

Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, el suspiro de alivio fue casi al unísono.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Primera parte:draugar (VIII)



Sara estaba en la mesa de la cocina, escuchando la grabación una y otra y otra vez. Era una auténtica tomadura de pelo ¿qué iba a hacer con los “datos” que había obtenido? No eran más que tres chavales borrachos diciendo sinsentidos. No por primera vez aquella semana, se arrepintió de haber ido a la otra punta del mundo para eso.

- ¿Qué haces?

Sólo entonces cayó en la cuenta. Aquellos idiotas estaban hablando sobre el cuerpo de la amiga de Aislin. No supo si mentirle y evitarle un cabreo o decirle la verdad. Se dejó llevar por el viejo patrón de tratar a los demás como te gusta ser tratado, y le dijo la verdad.

- Ayer hablé con los tipos que encontraron el cuerpo de tu amiga. Es la grabación.

- ¡Oh! ¿puedo oírla?

- No creo que sea buena idea…

- ¿Por qué no?

- Porque no dicen más que tonterías, creo que se inventan las cosas, o algo.

- ¿Y qué dicen?

- ¡Bah! ¡Nada, nada útil! Parece que me cuenten cuentos de miedo, como los críos en el patio del colegio.

Aquello llamó la atención de Aislin. Sara parecía frustrada, pero ella estaba realmente fascinada por la idea. Le invadió una sensación de remordimiento: era de Helga de quien estaban hablando… pero no, en realidad no, en realidad estaban hablado de unos colgados que contaban cuentos de miedo.

- Bueno… ¿no eras psicóloga? ¿Por qué te metes en rollos así?- la idea se le ocurrió de repente.

Sara levantó la cabeza de la grabadora. Era una pregunta que ella misma se hacía ¿Por qué se metía en rollos así? Resopló. Aislin estaba de demasiado buen humor aquella mañana. En realidad llevaba así desde que volvió de cenar con su antiguo profesor y trajo consigo esa especie de pulsera. Se la había enseñado, pero no le había prestado demasiada atención. Sólo era un trozo de bronce de más de mil años, había muchas cosas en las que pensar en el presente como para preocuparse de ello. Tampoco entendía el sentido de visitar a sus antiguos profesores. En lo que a ella concernía, una vez acabado el curso y puesta la nota, siempre había preferido mantenerlos lejos. Suspiró.

- Soy psiquiatra. Y se supone que estudio la gente que tiene alucinaciones, pero que deriven del estado post-traumático, para ver si hay algún patrón o algo así. Ya sabes.

- Ya. Por los daños cerebrales y eso ¿no? En plan… ver si funciona igual que cuando tienes, qué se yo, esquizofrenia o algo.

La española no supo qué decir. Sí, era exactamente eso. Le había llevado muchísimo tiempo hacer que la gente más cercana a ella lo entendiese, muchísimas explicaciones. Y Aislin, a la que conocía de hacía una semana, lo había entendido sólo con una insinuación vaga. Sabía, había intuido, que la irlandesa era inteligente, pero aquello le sorprendió muchísimo. También sintió de pronto un ramalazo de gratitud, y optó por comenzar a contarle todo lo que había visto en el hospital, hablando con esos chavales.

-No dicen más que chorradas, pero está ese rollo del “bulto oscuro con forma humana que está encima de la chica que desaparece o muere”.

- ¿Bulto oscuro?

- Bueno, la chica del hospital dijo eso. Estos tipos fueron un poco más bestias.

Aislin enarcó las cejas. Dejó la cafetera sobre la mesa y se sentó. Se veía que contenía una sonrisa, o al menos eso le pareció a Sara.

- Sí, dicen chorradas. Uno de ellos dijo que era una especie de “supe”, como los bichos de True Blood. No tengo ni idea de lo que “supe” significa, pero me imagino que será alguna chorrada de…

Le interrumpió la risa de Aislin. Reía con fuerza, en una carcajada que parecía salir de lo más profundo de ella.

- Un “supe” es un ser sobrenatural. Estarían colocados.

- ¿Un ser sobrenatural? ¿Qué coño…?

- Sí, ya sabes. Como en las novelas de Harris, con los vampiros salidos del ataúd y todo eso.

- Pero… ¿de qué me estás hablando?

- De nada. Sólo digo que esos tíos estaban puestos ¿vale? Hablaban de una serie de vampiros en la tele.

No supo qué contestar. No había oído hablar de eso, no le gustaban las cosas de vampiros. Ni de fantasmas. Ni nada que fuera de miedo o lo pretendiera. Ni siquiera había leído “El fantasma de Canterville” o “El pequeño vampiro” en el colegio, a pesar de que eran historias para niños. Lo detestaba. En lo que se refería a novelas y series, prefería las comedias o las novelas de amor y aventura. Por favor, ni siquiera había visto “Crepúsculo” sólo porque salían vampiros en ella. ¿Y ahora resultaba que la gente creía que había vampiros en Reykjavík?

- ¿Y esa gente cree que hay vampiros? Eso va más allá de una alucinación, no sé.

- No necesariamente. Ya te digo que estarían colocados. No sería tan raro tampoco.

- Ya, pero…- la idea atravesó su mente como un latigazo de hielo. A pesar de las diferencias de estilo y las comparaciones con referencias a series que ella no conocía, tanto ellos como Angie coincidían en el dato de ver un bulto negro con figura humana. No se lo dijo a Aislin, era un temor del que no se sentía orgullosa. Rebuscó en la información que tenía almacenada en su cabeza, intentando encontrar una explicación racional. Lo primero que le vino a la mente fueron los arquetipos de Jung. Sabía que había uno que era una figura humana oscura. Se intentó dar ánimos a sí misma pensando que no era más que producto del miedo que todos habían sentido en aquella situación tan terrible, en la que una parte de su subconsciente había hecho aflorar esa iconografía antigua.

- Me tengo que marchar… -dijo- Tengo que volver a la universidad…

- Vale.- Aislin se encogió de hombros.- Yo me quedo aquí, tengo que seguir escribiendo la tesis…

La española asintió con la cabeza y marchó hacia la universidad.

En el camino, siguió pensando acerca de lo que había hablado con Aislin. La idea del arquetipo Jungiano iba calando con fuerza en su mente, mientras andaba, trazaba deprisa un borrador de la posible línea de investigación. Trabajar sobre los arquetipos no era algo muy bien visto, puesto que Jung era una figura mucho más utilizada por los estudiantes de literatura que por psiquiatras. Además, él mismo cayó en una especie de locura en sí mismo. Era original. Bueno, no demasiado. Al menos era original respecto a lo que ella estaba acostumbrada a estudiar.

Por primera vez desde que estaba en Islandia, se sintió emocionada por la visita a su director de tesis.



El despacho de Gabriel estaba en penumbra. Estaba observando una bolsita de plástico con un trozo de bronce en ella. Era el fragmento que Helga había estado examinando la noche en que murió. Le hacía sentir intranquilo todo aquello, incómodo. Nunca había metido a alguien en la organización, y no conocía a aquella chica de nada.

Había estado reflexionando acerca de la mejor manera de afrontar el tema. ¿Cómo podía decirlo sin que sonase pretencioso, a locura? Al final, había sido su esposa la que había dado con la solución. Le había llamado la atención sobre asistir a la representación de una nueva obra de teatro dejando sobre su mesa el periódico abierto con el anuncio. Era una buena idea, al menos, no tenía que enfrentarse directamente a las preguntas y la reacción de la chica, le daba tiempo a reflexionar sobre lo que leía, sacar conclusiones y tomar una decisión al respecto. A Gabriel le parecía que esa era una actitud un tanto cobarde, pero era lo mejor. Siempre le parecía cansado tratar con muchachas jóvenes, eran irritantes, hablaban demasiado. Y a él le gustaba el silencio por encima de todo.

Prestó escasa atención al parloteo ilusionado de la chica. Tenía una especie de guión aprendido, y solía seguirlo al pie de la letra cuando las cosas se ponían delicadas como en aquel momento. Le dio la razón en todo, todo le parecía maravilloso. “Sí, es una idea genial”, “Ánimo, estoy deseando leerlo”, “Guárdate algo para cuando escribas la tesis, me gusta la sorpresa”... cosas así. Luego, en el calor de su casa cuando leyese los resultados de la investigación, tendría tiempo más que suficiente como para rebatir cualquier argumento o idea con el que no estuviese de acuerdo. Después de un par de horas, cuando la reunión acababa, se decidió a revelar cuál era el auténtico motivo por el que la había citado.

Miró unos instantes la carpeta que tenía sobre la mesa. Suspiró.

- Sara -llamó, cuando ella ya estaba saliendo. La chica dio un respingo. Parecía que tenía miedo a lo que tuviera que decirle. Normalmente hubiera pensado que era una estupidez, pero teniendo en cuenta en qué iba a meter a la muchacha, no la culpaba por ello. –Quiero que leas esto.

Vio la expresión incrédula de la joven cuando alargó el brazo para coger la carpeta. Era gruesa, un gran dossier en cartón azul, con copias de documentos de los últimos cincuenta años. Le parecía que remontarse más atrás era un tanto inútil. Aquello debería de ser suficiente.

- ¿Qué es?

- Tú sólo léelo.

- ¿Cuándo tengo que haberlo leído?

Descartó con un gesto. No había prisa, no sería él quien metiese presión, mucho menos en esa clase de asunto.

- No tengas prisa.

- Gracias, yo…

- Tranquila. Trabaja sobre lo que me has contado, te llamaré para una próxima reunión.

Cuando la chica se fue del despacho, Gabriel escribió un mensaje circular a todos los miembros de la organización con los que tenía trato. Había dado el primer paso. Se quedó pensativo después. Había dado un paso para descubrirle la verdad a la muchacha, sí. Pero aún no sabía qué hacer con lo que estaba pasando a su alrededor. En un impulso que sabía no le valdría de nada, acarició la cruz de plata que llevaba colgada del cuello.

martes, 21 de mayo de 2013

Primera parte:draugar (VII)



Sara llegó a la cafetería con un nudo en el estómago. No le gustaba lo que iba a hacer, ella había confiado en que se limitaría a ir por los psiquiátricos o las consultas de los psicólogos o cosas así. Había aceptado ver a la chica en el hospital sin saber a qué se enfrentaba, y lo había asumido. Sí, esa era la clase de cosas a las que tendría que enfrentarse a partir de ese momento. Y sí, tendría que acostumbrarse a tomarlo en la distancia, porque si no iba a volverse loca.

Pero aquello, aunque entraba dentro de su campo de estudio, le parecía que no era el terreno que quería pisar. Gabriel le había ofrecido entrevistarse con tres chicos que encontraron el cadáver de una de las estudiantes que residía en el campus de la universidad. Lo peor era que se había enterado de aquello por su compañera de piso, porque la chica en cuestión había sido amiga o conocida suya. Y si se enteraba de algo, ¿Cómo iba a ser capaz de ocultárselo? Para ella, aquello no era trabajo suyo, sino de la policía. No importaba cuánto le hubiera dicho Gabriel que la policía estaba también haciendo su trabajo, que simplemente les permitían la entrevista porque lo que decían no tenía ni pies ni cabeza. De hecho, al parecer, el caso estaba cerrado: habían determinado que la chica se había lanzado por la ventana, que era suicidio. Por eso tenía el cuello roto, decían.

Ella sentía un escalofrío sólo de pensarlo. Intentó pensar en otra cosa. ¿Cuánto hacía que no había llamado a sus padres a su novio? Con él había hablado dos noches antes vía skype. Deseaba con todas sus fuerzas poder contarle lo que le estaba pasando, las dudas, los miedos, todo lo que pasaba por su mente. Deseaba también poder renunciar a la beca, a todo. Volver a casa, aceptar la plaza en el hospital y dejarse de doctorados. Ya había tenido suficiente y no llevaba allí ni una semana.

El sentido común se impuso sobre toda la avalancha de emociones. Eso era lo que ella había elegido, no iba a echarse atrás solo porque fuera difícil. No iba a renunciar sólo porque se sintiera sola y nada fuera como ella había imaginado. Se paró unos instantes delante de la puerta. Tomó aire, respiró varias veces, relajándose. Luego entró.

Reconoció perfectamente quiénes eran los chicos con los que había quedado. Estaban sentados en una mesa del fondo, tomando cerveza. Tendrían unos veinte años y vestían con vaqueros y camisetas. Uno de ellos llevaba el pelo largo recogido en una coleta y un tatuaje con runas. Otro, unas botas camperas. Un sombrero reposaba sobre la mesa.

Resopló. Hubiera sido mejor entrevistarlos uno a uno, y justo después de que pasara. Si no, el estar juntos no iba a hacer más que incrementar la creencia en lo que fuera que pensaran que habían visto. Y más aún cuando habían pasado dos días.

Ya daba igual, no tenía solución. Lo mejor era terminar cuanto antes. Así que avanzó con decisión hacia ellos, que también la reconocieron. Se saludaron, le pagaron el café. Sara pidió grabar la conversación. Y aceptaron.

Fue una suerte para ella, porque de lo contrario, a los veinte minutos hubiera pensado que le estaban tomando el pelo.



No podía dejar de mirarlo. Era una pieza pequeña, de bronce. Lo habían llamado brazalete, pero podía ser perfectamente la pieza de un collar. O incluso una de esas piezas ornamentales que de vez en cuando algunos lectores de la ley se colgaban del cinturón. Bien pensado, no era tan alucinante que hubieran encontrado algo así. Lo que era alucinante era el hecho de que fuera de bronce. Bronce pulido. Posiblemente era de manufactura celta, a juzgar por el diseño enramado. Pero había otra cosa que hacía que no pudiera dejar de mirarlo: allí, en mitad de los dibujos, había también una runa. Una runa tallada, como las que pueden encontrarse en los llamados grimorios de la quema de brujas del siglo XVII. Y eso sí que era increíble. Porque a fin de cuentas, esas runas fueron inventadas más tarde, es difícil encontrarlas en el resto de Escandinavia. No era algo importado de Noruega como muchas otras cosas que sorprendía encontrar allí. Al menos no podía darse esa explicación, era todo un reto intelectual, requería ingenio, y saber alguna que otra cosa sobre brujería.

Aislin no cabía en sí de gozo. Había anhelado poder juntar sus dos especialidades y aquella pequeña pieza se lo permitía antes de lo que había imaginado. Hákan había sido muy amable al dejar que se la llevase a casa. La tenía puesta encima del escritorio, sobre un paño. La única luz de la habitación era la que estaba encima de su cama, la que usaba para leer. Llevaba desde la noche anterior fascinada con el brazalete. No podía dejar de mirarlo, de observar sus formas, de perderse en sus diseños, de intentar identificar la runa. Había mirado los grimorios, por supuesto, pero no estaba allí. Sin embargo era claramente del mismo tipo. También había mirado por Internet, en las bases de datos a las que tenía acceso. Nada.

Le bailaba todo ante los ojos. Apenas había dormido la noche anterior, emocionada con la adquisición, y eran casi las dos de la mañana. Se frotó los ojos un momento, pero no surtió efecto, seguía muerta de sueño.

Mientras se ponía el pijama, oyó un golpe. Algo seco, como una llamada a la puerta.

- ¿Sara?-llamó. Pero no hubo respuesta. Sara llevaba horas dormida.

Sintió que una inquietud se apoderaba de ella. No podría decir que fuera miedo. Tal vez algo así como un presentimiento. Esa clase de sensación que hace que la gente se sienta inquieta cuando la puerta del armario está abierta mientras duermen. Miró a la ventana como si una fuerza superior a ella le obligase a girar la cabeza en aquella dirección. La persiana estaba bajada, de modo que no pudo ver nada, pero la sensación persistía. Algo estaba allí. Algo que quería entrar.

Cuando la conoció, Sara pensó que Aislin se había quedado anclada en la adolescencia. A veces, incluso le parecía que se comportaba de manera infantil. Quizás tuviera razón, porque lo que un adulto sano y racional hubiera hecho en ese momento era meterse en la cama, pensar que era una tontería fruto del cansancio e intentar dormir ignorando la sensación de inquietud. Aislin, sin embargo, tomó una decisión menos madura.

Rebuscó en los cajones, en el bolso. Sabía que en algún lugar tenía un mechero. Lo encontró en el bolsillo de unos vaqueros que hacía tiempo que no se ponía. Lo encendió, y con él encendido a modo de antorcha, comenzó a dar vueltas por su habitación.

- Komi…-titubeó. Se sentía un poco ridícula. Empezó de nuevo- Komi þeir sem koma vilja, Fari þeir sem fara vilja Mér og mínum að meinalausu.[1]  Lo repitió tres veces, las tres veces que dio la vuelta a la habitación. Aquellos eran unos versos clásicos para mantener lo sobrenatural lejos. En realidad, para evitar que le dañaran a uno. Aparecía varias veces tanto en cuentos como en grabados.

Después de recitarlo, Aislin se sintió ridícula. Nunca había hecho una cosa semejante, ni siquiera había nunca rezado antes de acostarse. Se rió de lo absurdo de la situación, y se metió en la cama. Pero, por muy ridícula que fuera la situación, no volvió a sonar la llamada en la puerta. Ni tampoco se sintió inquieta de nuevo durante la noche.




[1] “Vengan aquellos que quieran venir, váyanse aquellos que quieran marchar. Yo y lo mío sin daño alguno”

Ritual Romano del Exorcismo


En esta segunda entrega, otro clásico: El Ritual Romano del Exorcismo. ¿Queréis ser como el Padre Carras e ir por el mundo expulsando demonios de cuerpos de gente que escupe sopa de guisantes? ¡Sí, este es el primer paso para lograrlo!



No, en serio. Se supone que este manual no es sólo para expulsar demonios, también para bendecir casa o gente, viene la extremaunción por ahí también, y otras cosas igual de divertidas. Lo que no tenía mucha idea era que cada diócesis católica tiene la obligación de tener un sacerdote capaz de manejarse entre exorcismos. Porque sí, también es un manual que sólo utilizan los católicos. No tengo mucha idea de cómo funcionan otros, pero supongo que no será demasiado diferente de este…

Ahí queda pues: el manual del exorcismo, listo para el que lo quiera… ¡En castellano!

Ritual del Exorcismo Romano

lunes, 20 de mayo de 2013

Primera parte: draugur (VI)



Estuvieron abrazados un rato. Hákan era un anciano, podía aguantar los problemas y reveses que la vida le diera, pero le costaba asumir la pérdida de un miembro de su equipo. En especial alguien tan joven como Helga. Tenía sólo veinticuatro años, y era delicada, tímida. Si le hubieran preguntado, hubiera dicho que era una niña cuyo cuerpo había crecido demasiado deprisa. Pero con una mente brillante.

Aislin sabía de la fragilidad encubierta de Hákan, de modo que se pasó por su despacho la tarde después de enterarse de la noticia. Ella no conocía a Helga como para que su muerte le afectase más allá de la simple sorpresa inicial y esa sensación de vértigo y de fragilidad que a todos nos embarga ante la muerte de alguien que conocemos. Pero eso es parte de ser humano, de tomar conciencia de que nuestra vida es transitoria y de que la muerte es el destino último. Cuando llamó a la puerta de su antiguo profesor y amigo, ese sentimiento no era más que un recuerdo, y permitió que el anciano se desahogase con ella. Sentía que se lo debía de alguna manera, pues él había estado ahí, como un segundo padre, cuando los problemas con su familia habían terminado en catástrofe, cuando le había entrado el miedo a no poder seguir. Sólo había una persona en la que confiaba más que en Hákan, pero hacía bastante que no le veía. Decidió que sería más acertado no pensar en eso en aquel momento.

A pesar del mal rato por el que estaba pasando, si algo era el viejo historiador era un hombre práctico, y no tardó más de media hora en comenzar a hablar de las excavaciones, de aquello en lo que Helga había estado trabajando. Contó cómo la echarían de menos, que tendrían que hacer un gran esfuerzo para encontrar alguien que la sustituyera.

Aislin pudo ver lo que estaba haciendo. Hákan la quería en su equipo de trabajo, a pesar de que sabía que estaba haciendo su segundo doctorado en otra rama. La verdad es que a ella le apetecía mucho más salir a la calle y trabajar sobre el terreno que dedicarse a investigar entre libros polvorientos. Sacudió el pensamiento de su mente. Sólo pensaba aquello porque estaba enfadada con Meike y su forma de ver las cosas. Y su forma de imponerlas. Aunque también sabía que ambos trabajos no eran incompatibles. Podía ayudar clasificando restos y rellenando informes y cosas así en sus ratos libres. Además, le permitiría ver los momentos en los que estaba con Meike como algo transitorio hasta el momento en que se doctorase y pudiera al fin mezclar las dos ramas de estudio como había querido hacer desde el principio.

Poco a poco, la idea empezó a calar en ella con fuerza. Quería trabajar con ellos. De hecho, nunca debería haberse ido.

Y mientras Hákan le iba enseñando resultados, muestras de diferentes cosas que habían encontrado, tomó la decisión. Si él se lo permitía, trabajaría con ellos de nuevo.

La conversación se fue animando, hasta llegar al anochecer. Las instalaciones de la universidad no cerraban, pero el cielo estaba completamente negro cuando al fin salieron del despacho. Fuera, en la calle, estaba helando.

- ¿Quieres cenar algo?-propuso Hákan.

- Claro- no era la primera vez que la conversación les llevaba a comer o cenar juntos. Además, era el mejor momento para poder proponer volver a trabajar en la excavación. Hákan no le dio tiempo.

- Oye, quería preguntarte…-comenzó, mientras abría la puerta del coche.

- Claro. Lo estoy deseando.

- ¿Ahora lees la mente?

- No, pero nos conocemos desde hace tiempo. Y llevaba un par de horas deseando que me lo propusieras. Si no lo hacías, iba a hacerlo yo.

El anciano sonrió por primera vez desde que se enteró de la noticia de la muerte de Helga. Solía encariñarse deprisa con la gente y a Aislin había llegado a quererla casi tanto como a una hija. Además, sabía hacer cosas que mucha gente no era capaz de comprender. La que más le impactaba era la forma en la que podía hablar Antiguo Nórdico. No es que lo entendiese, leído, como muchos islandeses pueden hacer. Es que lo hablaba, en el sentido estricto del término, y con fluidez. Como si hubiera vivido en la época. Normalmente solía haber un lingüista contratado para esas cosas, pero cuando Aislin trabajaba con ellos, llegó a corregirle la pronunciación de las palabras de uno de los manuscritos. Y el hombre se sorprendió, como si de pronto hubiera dado con un hablante nativo de la lengua que se había dedicado a estudiar toda su vida. Hákan creía recordar que el hombre había quedado tan impresionado que incluso intentó tener una cita con Aislin. La muchacha se rió de él a la cara. El anciano sonrió de nuevo al recordar la escena.

-Bien- dijo- Entonces, deja que aproveche la cena para contarte un par de cosas.

La joven entró en el coche sonriente, ilusionada. Pero Hákan seguía sombrío. Quería enseñarle el brazalete al final de la noche, se había mostrado muy interesada en él. Pero por algún motivo que no alcanzaba a reconocer, no se sentía cómodo con la pieza cerca.

domingo, 19 de mayo de 2013

Agustín Calmet:Tratado sobre vampiros.


Voy a empezar con un clásico clasiquísimo: el primer tratado de vampirismo que ha existido nunca, escrito por el monje Agustín Calmet.

Del tipo hay que decir más bien poco, aunque interesante: un abad benedictino con acceso a muchas cosas y con ganas de dar a conocer al mundo lo que había aprendido. Era profesor, y traductor, y  Voltaire mismo se interesó por su obra, llegando a desarrollar  un cierto grado de amistad con él. Aunque más conocido por este tratado, sus obras tienen un alto valor historiográfico: no en vano era uno de los hombres más formados y con menos "pelos en la lengua" de su época. El tratado en cuestión es del año 1746, así que uno debería esperar que haya un intento de explicación más o menos lógica, por eso de que era la época de la Ilustración, revolución de las ideas, y todas esas cosas divertidas.   

El Abad en cuestión. Un buen tipo Agustín, pese a ser francés.


Y lo encuentras, sí, pero a través una retórica un poco pedante, propia de la época, y de un montón de justificaciones de sus intereses a la luz de la Iglesia. Pero como aproximación al mundo no sólo de los vampiros si no de la idea que entonces se tenía de los seres sobrenaturales, está muy bien.

Portada de una edición original. 


La edición que aquí presento está en inglés, sacada del Project Gutenberg. Me consta que hay una edición en castellano, pero esa es muy reciente y tiene los derechos aún activos, así que no la he encontrado online. De todas formas, esta traducción es bastante legible, y aconsejable para aquellos interesados en las formas más ‘del pueblo’ de entender el vampirismo.

Tratado de vampirismo

Primera parte: Draugar (V)


Dicen que las malas noticias son las primeras en llegar, y esta no fue una excepción. Aún no había amanecido del todo cuando el teléfono de Aislin comenzó a sonar. No solía cogerlo, mucho menos a aquella hora, de manera que dejó que sonara. Pero a la primera llamada siguió otra, y para la tercera llamada consecutiva, no pudo evitar levantarse y contestar. Al otro lado del hilo telefónico estaba una voz desconocida.

-¿Aislin?

-Ah, sí, soy yo.

-Soy la hermana de Helga.

-¿De Helga…?

- De Helga Salveigdóttir.- sólo entonces cayó en la cuenta. Helga no era amiga suya ni tenían una relación más que de conocidas cordiales. ¿Por qué su hermana la llamaba a ella de madrugada? La pregunta quedó atascada en su garganta.- Estoy llamando a todos los números de su agenda, siento si te he despertado. –Aquello sí era raro.

- ¿Ha pasado algo? –preguntó sin pensar. Se escuchó un sonido extraño, como un suspiro o un sollozo al otro lado, seguido de un silencio.

-Ha muerto.- La voz sonaba ahogada, como contenida.

-¿Qué? ¿Cómo que ha muerto? Pero…-no sabía qué decir. Le parecía que era una mala broma o algo así. Había hablado con ella la mañana anterior, estaba perfectamente, y no había oído que tuviera ningún tipo de enfermedad. La posibilidad de un accidente se le pasó por la cabeza pero…

- La han matado.- la información le sacó de sus pensamientos. Y ya no supo qué contestar.

- Yo… lo siento.-dijo simplemente.

-Ya… gracias. –y entonces un silencio que ninguna de las dos supo llenar.

- ¿Cómo ha sido… qué…?

- No lo sabemos. Apareció muerta en la puerta de la residencia. Con el cuello roto. Es lo único que sabemos por ahora.

Otro silencio. ¿Qué podía decir a eso?

- Oye, tengo que seguir llamando. Te tendremos informada de lo que pase ¿de acuerdo?

-Sí,…sí, claro. Gracias por llamar.- La comunicación se cortó.

Aislin no volvió a la cama. Se sentó en el sofá, pensando lo raro de la situación. Había hablado con Helga esa misma mañana, y ahora estaba muerta. Con el cuello roto. Y aquello había pasado a un kilómetro escaso de su casa. Le recorrió un escalofrío.

Cuando Sara se levantó, encontró a Aislin profundamente dormida en el sofá. Le sorprendió, y por un momento dudó si debía de despertarla o no. Decidió no hacerlo. Tendría sus motivos, y no le apetecía tener que hablar con nadie. 

Aún estaba afectada por la entrevista en el hospital del día anterior, y dado que Gabriel le había citado también ese día, suponía que tendría que repetirlo. Era algo que le cansaba, le quitaba las fuerzas. Por un momento pensó que era idiota: a fin de cuentas era ella la que había escogido esa profesión, no podía quedarse tan afectada por las cosas. Suspiró, prometiéndose a sí misma que se sobrepondría, que aprendería a distanciar lo que veía y escuchaba de su vida diaria. Luego pensó que un primer paso sería despertar a Aislin y preguntar qué le pasaba. Suspiró de nuevo para darse ánimos y fue al salón, donde la irlandesa dormía.

Era raro, estaba en pijama, con el pelo revuelto y dormía reclinada en vez de tumbada. Daba la impresión de haberse levantado en mitad de la noche y haberse quedado dormida de nuevo. Sara la zarandeó un poco del hombro, pero no hizo falta más: Aislin se despertó como si le hubiera mordido una serpiente.

-¡Joder!- dijo Sara, sobresaltándose a su vez.- Lo siento, estaba preocupada.

Aislin le miró por un momento como si no le reconociera. Luego pareció relajarse y se acomodó un tanto en el sofá.

- No, no importa. No pasa nada, gracias por despertarme. Ya es tarde.

-Oye…-Sara no podía dejar de ser una metomentodo.-¿Por qué estabas durmiendo en el sofá?

Su compañera rió antes de contestar. Luego la sonrisa desapareció, sustituida por una expresión grave. Se levantó, estirándose como un gato. Sólo cuando estaba de pie respondió.

-No era mi intención. Anoche me llamaron para darme una mala noticia y me acabé durmiendo aquí sin darme cuenta.

-¿Qué noticia?

Aislin enarcó las cejas.

-¡Oh, lo siento, no quería entrometerme!

- Es igual. Es que han matado a una conocida mía.

Sara tardó un momento en procesar la información. Por un momento tuvo la impresión de que había entendido mal.

- ¿Qué la han…matado?

- Sí. Dicen que apareció muerta en la puerta de la residencia. Con el cuello roto. ¡Qué sé yo! Es un poco raro, pero bueno. No sé más. Me afectó un poco y no me quise acostar de nuevo.

-Claro. Normal. Yo... lo siento.

Aislin descartó con un gesto de la mano. Fueron a la cocina y la conversación empezó a girar sobre temas intrascendentes. Pero Sara se sentía inquieta, sentía el estómago revuelto. De alguna manera, no podía evitar pensar en una chica muerta con el cuello roto. Y no podía dejar de pensar en Angie y en la desaparición de su novia. 

No entendía qué relación podía haber entre ellas, ni porqué lo asociaba, pero lo cierto era que un pensamiento conducía irremediablemente al otro. Había notado algo raro en la forma en que Angie hablaba, demasiado serena, demasiado impactada. Estaba tentada a creer que no estaba fabulando, aunque el sentido común le dijera otra cosa. 

Entonces, una chica aparece muerta. Le recorrió un escalofrío y sintió miedo.

Normalmente no dejaba que nadie entrase en su despacho sin llamar antes para concertar una cita. Cerraba con llave por dentro para evitar esas visitas incómodas que suelen producirse a diario, que hacen que uno pierda la concentración en lo que está haciendo y que, incluso, puede sorprender haciendo algo de lo que no se quiere que nadie tenga constancia. 

Aquel día era diferente. Dejó la puerta entreabierta y se sentó a la mesa, sin hacer nada más que esperar. Sabía que, en algún momento, aparecería. Aunque fuera ya pasado el mediodía y no hubiera aparecido nadie aún. Pero era un hombre paciente.

Había pasado la noche entera revisando sus archivos, todo lo que sabía al respecto, todo lo que habían ido recopilando a lo largo de los años. Era un goteo constante de información, una noticia, un caso, un contacto, un testigo. No intervenían jamás, no era su estilo. La mayor parte de ellos eran académicos y eruditos, preferían la investigación, el placer de conocer por el simple hecho de conocer, que la intervención directa. Se sentían más cómodos sacando conclusiones en sus despachos, donde podían sentirse orgullosos de sus líneas de investigación, que exponerse a la cruda realidad de los acontecimientos. 

Aunque, por supuesto, siempre había una facción, jóvenes en su mayoría, que preferían intervenir, y no faltaba razón a sus argumentos. Decían que tenían conocimientos suficientes para ayudar a la gente, que no podían simplemente asistir al devenir de las cosas sin hacer algo por impedir las consecuencias que tenían sobre la vida de muchas personas. Mucha gente muere, decían, y con nuestra ayuda muchos podrían sobrevivir y luchar contra sus problemas. 

Unos años atrás, a fin de evitar la revelación de sus actividades con que algunos de estos miembros amenazaban, habían creado una suerte de fondo de ayuda para las víctimas. En realidad no era gran cosa; becas universitarias, subvenciones… y, desde luego, la posibilidad de formar parte de la organización.

A Gabriel nunca le había parecido bien. Le parecía que estaban demasiado implicados emocionalmente con los asuntos que trataban y que, a la larga, no hacían más que echar más leña al fuego de la escisión. Tenía la impresión de que después de siglos de trabajo, el momento en que la organización se dividiera estaba cerca. Y salir a la calle involucrándose implicaba que pronto serían conocidos por todos. Posiblemente incluso se reirían de su trabajo. Las cosas no eran como en las películas, no eran la Talamasca de Anne Rice ni tenían dinero como para apoyarse unos a otros o comprar la opinión pública y cerrar bocas. Estaban en el mundo real, y en el mundo real lo único que pasaba cuando trabajabas en ese campo es que te convertías en un proscrito, un alucinado que vivía en su mundo de alucinaciones. Eso si no acababas en un manicomio.

Resopló. Le parecía mal que los miembros se involucraran, pero le parecía aún peor que esas cosas ocurrieran a su alrededor. Por supuesto, no podía estar seguro. Pero había escuchado las declaraciones de la chica belga, y las de los tres chicos de la residencia. Las señales estaban ahí, todas y cada una de ellas. Aunque el primer cuerpo no hubiera aparecido aún, y el segundo no presentara ni uno sólo de los síntomas. Había algo que no era capaz de identificar, desde luego, algo que no había conseguido encontrar en los archivos, pero sabía que se enfrentaban a lo mismo. Y le molestaba mucho, no había pedido que pasara, prefería poder mantenerse al margen. Deseó no haber llevado a la doctoranda de intercambio a entrevistarse con la chica, pero ahora ya no había nada que hacer.

Una llamada suave a la puerta le sacó de sus pensamientos.

- Sí.

Una mujer alta, con el cabello negro recogido en una coleta alta y vestida con vaqueros y jersey de lana entró en su despacho.

- ¿De verdad está pasando esto?-preguntó sin preámbulos.

Gabriel asintió. Durante un momento tuvo la impresión de que Meike le estaba acusando directamente a él por lo ocurrido y sintió un ramalazo de ira. Era el menos interesado en que pasara una cosa así.

- Deberíamos mantenernos al margen.

Aquello sí que le parecía razonable. Salvo por el detalle de la chica de intercambio. Chasqueó la lengua y le contó a su compañera lo ocurrido. La mujer parecía incrédula.

- ¿Has dejado que meta las narices?

- No tenía ni idea de a qué nos estábamos enfrentando… no podía imaginarlo, en toda mi vida nunca… 

- Claro. No importa, pierdo los nervios.-Meike titubeó- Esa chica de la que hablas… ¿está equilibrada?

- Creo que sí.- más que una pregunta era una insinuación. Y, bien pensado, era la mejor forma de mantener lejos los problemas.

- Pues puedes intentarlo ¿no?

- La llevaré a hablar con los chicos de la residencia y veré cómo reacciona. Pero si reacciona mal…

- Los problemas de uno en uno.

Gabriel volvió a asentir. Era lo mejor. Meike y él eran los que guardaban los archivos en la zona de Reykjavík, y los demás miembros aceptarían su opinión. Agradeció que fuera ella la primera que había llegado, que respaldara su idea de mantenerse al margen. Estaba cansado de luchar contra todo lo demás, de discutir otro curso de acción. 

Esperaba con todo su alma que la chica española no fuera una pusilánime.

De la inspiración a la obsesión: buceando en el inconsciente


Como ya dejé claro al principio, lo que motivó mi incursión definitiva en la creación de un mundo de vampiros fue el hecho de estar en la más absoluta soledad y contacto con la naturaleza en los Fiordos del Oeste de Islandia durante el verano pasado. Sin embargo, aunque las ganas, la necesidad de escribir, vengan por estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, el camino hasta llegar a definir una idea abstracta en una historia, un emplazamiento, unos personajes, etc… es más largo que simplemente eso.

La idea, la primera idea, lo que se dice “el germen”, sí que fue fugaz, rápido. Un pensamiento breve, una sensación que se clavó en mi cerebro, hasta el punto de que cualquier otra cosa en que pensara me remitía a ella. ¡Incluso llegué a esbozar algunas ideas en los “diarios” que nos hacían llevar en clase para aprender islandés! Y fue muy simple ¿Cómo serían los vampiros escandinavos?

No era una pregunta baladí fruto de estar en Escandinavia. La idea llegó a mi mente mientras me preparaba el temario de las asignaturas de la universidad. Una de ellas, como también dije, era de vampiros en la literatura. Como requisito me pedían que leyera un buen puñado de libros y que viese un buen puñado de series/películas al respecto.

Fue viendo dos de ellas que me vino la idea a la cabeza. Estoy acostumbrada a un tipo de literatura vampírica Europeísta, que traza los orígenes de los seres de la noche hasta Babilonia, Egipto, Grecia y otros centros de la cultura en la Antigüedad occidental. Los orígenes de los personajes eran del Nuevo Mundo, o de las regiones más ricas, casi decadentes, vampiros franceses, ingleses, alemanes, o clásicos de Europa del Este. Incluso, en casos más “exóticos”, alguno que otro celta. Sin embargo, en la serie ‘Vampire Diaries’, vi cómo trazaban esos orígenes a los asentamientos vikingos de la América (¿Terranova? No sé dónde lo asientan, pero bueno), de mano de una bruja –völvas!!-. Por supuesto, no es en absoluto fidedigno a cómo fue históricamente, pero toca una especie de resorte en mí del que no tenía constancia, dejando el germen en mi inconsciente.

Elijah Mikaelson, uno de los vampiros vikingos de 'vampire diaries'

Luego vino ‘True Blood’ y su vampiro-vikingo-superhero-cosa Erik Northman, aún más alejado de la realidad que los anteriores, pero también dejaba constancia de la “existencia” de vampiros del norte.

Erik Northman, el vampiro vikingo que de vikingo sólo tiene el actor que es y habla en sueco, de 'True Blood'

Supongo que en realidad la idea venía de un par de años antes, de cuando leí ‘Déjame entrar’, y la niña vampira estaba en Escandinavia… tiene sentido, maldita sea, que unos bichos que sólo pueden salir por la noche vivan en sitios donde hay más de 20h de noche en ciertas épocas del año.

El germen de todo: Muy recomendable

Entonces me planteé ¿Cómo serían los vampiros vikingos de verdad? Intentando responder a esa pregunta, me di cuenta de que habría más de un tipo de vampiro, dos, al menos: creados por la magia y creados por otra forma. Los creados por la magia serían en realidad muertos levantados por magos para llevar a cabo algún tipo de cometido. Pero no podía tampoco obviar la transformación clásica, así que lo primero que tuve claro es que en mi ‘universo vampírico’ habría más de un tipo de vampiro.

Esto planteaba ya un reto, puesto que ¿Qué clase de relación tendrían esas diferentes clases de vampiros? ¿Cómo podría la gente tener constancia de eso si estar ultraespecializados en el asunto esotérico, histórico, folklórico, literario, o lo que sea? La solución era casi casi obvia: escribe de lo que mejor conoces. Y lo que mejor conozco es la Edad Media, la magia, mitología nórdica… y la vida de estudiante, la experiencia de marchar de un sitio a otro para estudiar e ir descubriendo las cosas poco a poco, con una sorpresa cada vez.

Tenía ya dos de los pilares de mi historia: los personajes y el marco. Me faltaba un tercero, el resorte para ir dejando caer información poco a poco, y enseguida lo encontré, mientras escuchaba Milenio 3. ¡Sociedades secretas! Un clásico, faltaría más. Pero tenía que darle una forma nueva…

Bueno, pues nada, ya tenía todos los ingredientes… ¿qué podía hacer con ellos? A fin de dejar que mi mente volase por ahí a su antojo, por algún tipo de sendero oculto para mi yo consciente, y encontrase qué exactamente quería contar.

Fue entonces cuando comencé el comportamiento obsesivo: pasaba parte de mi tiempo libre leyendo cosas de vampiros, o mirando películas y series de vampiros hasta el punto que soñaba con ellos, con personajes, con escenas, con historias, con conversaciones. En mis sueños vi un vampiro estacado por los hijos de su víctima Vi un barco en llamas. Vi un misterio que venía desde una época que se llamaba de las luces, vi un hombre que fue niño, y que sufrió por magias y profecías, y que después murió… y a ese mismo hombre doscientos años después, y cien más, y otros doscientos… y entonces en el presente, como una figura atemporal, silenciosa, que presenciaba todo con impotencia. Vi el cumplimiento de la profecía, y el camino que llevaba hacia ella. Y supe que ese era el final. Ese mismo sueño era el final de la historia que quería contar.

Durante todo el proceso de primera escritura, mantuve el ritmo de consumo obsesivo de esa clase de productos, forzaba mis sueños, los escribía, llenaba los huecos con un proceso más normal. No negaré que me resultó, sin duda, lo mejor que había escrito jamás. No tengo problema en reconocerlo. Tiene algo de profundo, oscuro y antiguo… como si las historias de sus páginas hubieran venido a mi mente surgidas de un estadio anterior de mi inconsciente, toca ideas y fibras que o bien no sabía o bien no me había atrevido a tratar nunca antes abiertamente.

Fue un proceso que pasó de la atracción a la idea, de la idea a la obsesión y de la obsesión a sumergirme en las profundidades de mi propio yo interior. El resultado final ha sido pulido mientras era transcrito al ordenador, por supuesto.

Pero eso es otra historia, y merece ser contada en otra ocasión.

sábado, 18 de mayo de 2013

Primera parte: Draugar (IV)


Aislin se revolvió. Se sentía inquieta, incapaz de concentrarse en la lectura. Ni en nada. Lo había intentado todo: leer, comer, ver la televisión, probar algún juego en el ordenador… nada. No podía quitarse de la cabeza los problemas que tenía con Meike, ni tampoco los descubrimientos que estaban haciendo en el Althingi. 

En realidad, sabía que no se concentraba en nada porque estaba intentando evitar hacer lo que realmente le apetecía. Prefería hacer las cosas en frío, y aunque llevaba un tiempo deseando escribir a Hákan para pasarse a ver ese brazalete y ponerse al día con lo que estaban haciendo, no le parecía correcto hacerlo justo después de discutir con Meike. Lo sentía como algún tipo de venganza contra ella, casi como una traición. Y las traiciones académicas no le parecían honorables.

Lo estuvo meditando varias horas, y terminó por reírse de sí misma. ¡Qué extraños pensamientos pasaban a veces por su mente! Honor en las relaciones académicas… ella mejor que nadie sabía que esa clase de relaciones se mueven por contactos más que por méritos, por saber a qué puerta tocar. Pero ella no era así ¿verdad? ella estaba demasiado cercana al mundo y la visión de este que tenían los vikingos. A veces se sorprendía a sí misma con pensamientos y actitudes pasados de moda, más propios de las sagas que de la vida actual. Claro, que también tenía su lógica. Era una influencia muy poderosa. 

Por una vez, decidió saltarse esos principios. Los descubrimientos de la excavación eran mucho más importantes que eso. Y además, podía darse el caso de que le fuera de utilidad.

El primer impulso fue levantar el teléfono. Pero eran más de las diez de la noche, y Sara estaba ya en su cuarto, sospechaba que dormida. Había llegado a casa temprano, con aspecto cansado y pocas ganas de hablar. Le caía bien la española, pero no era capaz de entender qué le había pasado para que pasase toda la tarde encerrada, sin comer, sin ni siquiera ir al baño. 

Así que descartó la llamada, no quería molestar. Se sentó al ordenador y escribió un largo correo electrónico al director de la excavación. Quería ver el brazalete. Quería colaborar en lo que fuera.

Más o menos a esa misma hora, Helga, la becaria de la excavación, trabajaba sobre el pequeño fragmento que había encontrado. No podía permitirse pagar un apartamento, de modo que vivía en uno de los colegios mayores, sin muchos lujos, sólo una habitación pequeña con un escritorio y un armario. 

En ese momento estaba en el escritorio, con el fragmento delante de ella, tomando notas. Parecía un fragmento de bronce, pero era demasiado pequeño para saber a qué había pertenecido. Era plano y sin inscripciones de ningún tipo, del tamaño de una uña. Era el tercer fragmento de bronce que encontraban después del brazalete, y Helga, como todos, sentía curiosidad. La época del Althingi era la época en la que los pequeños propietarios y jefes locales regalaban anillos y brazaletes… de oro y plata. Las alhajas de bronce eran mucho más antiguas, se encontraban en las excavaciones en Noruega y Suecia, pero nunca en Islandia. Lo primero que venía a la cabeza era que fuera algún tipo de herencia familiar de alguien, pero no tendría sentido encontrarla en el Althingi. 

Los islandeses estaban más que orgullosos de haber tenido el primer parlamento democrático del mundo occidental. Originalmente era un pequeño enclave en Reykjavík, por eso de que aquellas tierras pertenecían al primero que allí se asentó, además de ser la zona de la isla más poblada en el momento y más tarde se cambió al valle de þingivellir, que es el que hoy en día se enseña a los turistas como tal. Las excavaciones eran en la zona del original, el de Reykjavík. Las gentes de toda la región suroeste de Islandia venían allí el primer día de verano y trataban los asuntos del año, arreglaban disputas, celebraban juicios, decidían las leyes… y luego volvían a sus casas. 

No tenía ningún sentido encontrar una pieza como aquella allí. A lo sumo, en un enterramiento, pero no había huesos en el Althingi, nunca se había convertido en un túmulo.

Se dio por vencida. Estaba cansada del trabajo de aquel día, pensaría mejor por la mañana. Apagó la luz y se dejó caer encima de la cama, sin molestarse en meterse dentro, y de inmediato quedó profundamente dormida. 

Se despertó a las tres de la mañana, pero no supo porqué. Se metió debajo del edredón y se acomodó, y entonces escuchó un ruido. Se levanto y quedó escuchando un momento, pero no sonaba de nuevo, así que volvió a tumbarse. Y entonces sonó de nuevo, más insistente. Parecía una llamada a la puerta.

Completamente despierta, se levantó y abrió la puerta. No había nadie. Resopló. Era miércoles, el día en que la asociación de estudiantes hacía fiestas. Algún estudiante de intercambio borracho se habría confundido de habitación. Cerró dando un portazo, a ver si con suerte molestaba a alguien que estuviera durmiendo la borrachera. 

Y entonces escuchó el sonido de nuevo. Abrió la puerta de golpe, esperando encontrar al imbécil que no le dejaba dormir. Y entonces escuchó el sonido de nuevo. Palideció. No estaban llamando a la puerta. Sentía que no podía mover ni un solo músculo, pero se forzó a sí misma a darse la vuelta, despacio. El sonido venía de la ventana. 

Vivía en un primer piso, pero aún así, llegar hasta allí era complicado. Necesitarían equipo de escalada o algo así, la pared era completamente lisa, no se podía escalar con las manos. 

Volvió a sonar. Estaba completamente a oscuras, con la puerta abierta. Y paralizada, mirando a la ventana sin atreverse a acercarse a ella. No tenía persiana ni contraventanas, sólo una cortina que bajaba por la noche para dormir sin luz. No podía distinguir nada al otro lado de la misma, no llevaba las gafas puestas. Por un instante se sintió como el protagonista del El Cuervo de Poe. Sólo que ella no esperaba ningún alma en pena como visitante, nunca se había enfrentado a la muerte más allá de en los libros de historia. Hasta el periquito que sus padres le habían regalado por su dieciséis cumpleaños seguía vivo. Sin embargo, se convenció a sí misma de que, como en el célebre poema, sería algún pájaro nocturno lo que llamaba a su ventana, quizás había perdido el vuelo con la helada y estaba medio muerto, golpeando el pico sin querer contra el cristal. Volvió a escuchar el sonido y esta vez, con ánimos renovados tras su intento de racionalización, dio dos pasos largos hasta la ventana y levantó la cortina de un golpe.

Nada.

- Pero… ¿qué coño pasa? Debo de estar volviéndome loca… -murmuró para sí misma. 

De cualquier modo, dejó la cortina levantada. Cerró la puerta y volvió a meterse en la cama. Y estaba ya decidida a dormirse de nuevo, cuando vio una sombra en la ventana. 

Se levantó y corrió a la ventana. No había nada. Pero estaba segura de haberlo visto. Abrió la ventana y se asomó con cuidado, pero no podía ver mucho en la oscuridad, solo las estrellas. No sabía qué le estaba pasando, estaba inquieta, nerviosa. Se asomó aún más por la ventana, dejando que la brisa le diera en la cara y la despejara.

- Tienes algo que es mío.

No supo de donde venían las palabras, ni si las había escuchado de verdad o estaban de pronto en su mente. Ahora sí estaba realmente asustada, estaba alucinando. Aún así, para descartar que fuera algún tipo de broma, sacó la cabeza por la ventana y miró hacia los lados, hacia arriba… hacia abajo. 

-Tienes algo que es mío.

Sólo cincuenta años atrás nadie hubiera caído en un truco tan viejo. Conocían las viejas historias, las viejas leyendas, los peligros que acechaban en la noche. Antes sabían que no podía pasar nada si permanecías dentro de las cuatro paredes de tu casa. Pero hoy en día son solo cuentos, y nadie teme a los sonidos de la 
noche. Tienen que hacerte salir, porque tú no vas a invitarles a entrar.

Y Helga había salido, aunque solo fuera a la ventana. Era suficiente.

No le dio tempo a gritar.