martes, 21 de mayo de 2013

Primera parte:draugar (VII)



Sara llegó a la cafetería con un nudo en el estómago. No le gustaba lo que iba a hacer, ella había confiado en que se limitaría a ir por los psiquiátricos o las consultas de los psicólogos o cosas así. Había aceptado ver a la chica en el hospital sin saber a qué se enfrentaba, y lo había asumido. Sí, esa era la clase de cosas a las que tendría que enfrentarse a partir de ese momento. Y sí, tendría que acostumbrarse a tomarlo en la distancia, porque si no iba a volverse loca.

Pero aquello, aunque entraba dentro de su campo de estudio, le parecía que no era el terreno que quería pisar. Gabriel le había ofrecido entrevistarse con tres chicos que encontraron el cadáver de una de las estudiantes que residía en el campus de la universidad. Lo peor era que se había enterado de aquello por su compañera de piso, porque la chica en cuestión había sido amiga o conocida suya. Y si se enteraba de algo, ¿Cómo iba a ser capaz de ocultárselo? Para ella, aquello no era trabajo suyo, sino de la policía. No importaba cuánto le hubiera dicho Gabriel que la policía estaba también haciendo su trabajo, que simplemente les permitían la entrevista porque lo que decían no tenía ni pies ni cabeza. De hecho, al parecer, el caso estaba cerrado: habían determinado que la chica se había lanzado por la ventana, que era suicidio. Por eso tenía el cuello roto, decían.

Ella sentía un escalofrío sólo de pensarlo. Intentó pensar en otra cosa. ¿Cuánto hacía que no había llamado a sus padres a su novio? Con él había hablado dos noches antes vía skype. Deseaba con todas sus fuerzas poder contarle lo que le estaba pasando, las dudas, los miedos, todo lo que pasaba por su mente. Deseaba también poder renunciar a la beca, a todo. Volver a casa, aceptar la plaza en el hospital y dejarse de doctorados. Ya había tenido suficiente y no llevaba allí ni una semana.

El sentido común se impuso sobre toda la avalancha de emociones. Eso era lo que ella había elegido, no iba a echarse atrás solo porque fuera difícil. No iba a renunciar sólo porque se sintiera sola y nada fuera como ella había imaginado. Se paró unos instantes delante de la puerta. Tomó aire, respiró varias veces, relajándose. Luego entró.

Reconoció perfectamente quiénes eran los chicos con los que había quedado. Estaban sentados en una mesa del fondo, tomando cerveza. Tendrían unos veinte años y vestían con vaqueros y camisetas. Uno de ellos llevaba el pelo largo recogido en una coleta y un tatuaje con runas. Otro, unas botas camperas. Un sombrero reposaba sobre la mesa.

Resopló. Hubiera sido mejor entrevistarlos uno a uno, y justo después de que pasara. Si no, el estar juntos no iba a hacer más que incrementar la creencia en lo que fuera que pensaran que habían visto. Y más aún cuando habían pasado dos días.

Ya daba igual, no tenía solución. Lo mejor era terminar cuanto antes. Así que avanzó con decisión hacia ellos, que también la reconocieron. Se saludaron, le pagaron el café. Sara pidió grabar la conversación. Y aceptaron.

Fue una suerte para ella, porque de lo contrario, a los veinte minutos hubiera pensado que le estaban tomando el pelo.



No podía dejar de mirarlo. Era una pieza pequeña, de bronce. Lo habían llamado brazalete, pero podía ser perfectamente la pieza de un collar. O incluso una de esas piezas ornamentales que de vez en cuando algunos lectores de la ley se colgaban del cinturón. Bien pensado, no era tan alucinante que hubieran encontrado algo así. Lo que era alucinante era el hecho de que fuera de bronce. Bronce pulido. Posiblemente era de manufactura celta, a juzgar por el diseño enramado. Pero había otra cosa que hacía que no pudiera dejar de mirarlo: allí, en mitad de los dibujos, había también una runa. Una runa tallada, como las que pueden encontrarse en los llamados grimorios de la quema de brujas del siglo XVII. Y eso sí que era increíble. Porque a fin de cuentas, esas runas fueron inventadas más tarde, es difícil encontrarlas en el resto de Escandinavia. No era algo importado de Noruega como muchas otras cosas que sorprendía encontrar allí. Al menos no podía darse esa explicación, era todo un reto intelectual, requería ingenio, y saber alguna que otra cosa sobre brujería.

Aislin no cabía en sí de gozo. Había anhelado poder juntar sus dos especialidades y aquella pequeña pieza se lo permitía antes de lo que había imaginado. Hákan había sido muy amable al dejar que se la llevase a casa. La tenía puesta encima del escritorio, sobre un paño. La única luz de la habitación era la que estaba encima de su cama, la que usaba para leer. Llevaba desde la noche anterior fascinada con el brazalete. No podía dejar de mirarlo, de observar sus formas, de perderse en sus diseños, de intentar identificar la runa. Había mirado los grimorios, por supuesto, pero no estaba allí. Sin embargo era claramente del mismo tipo. También había mirado por Internet, en las bases de datos a las que tenía acceso. Nada.

Le bailaba todo ante los ojos. Apenas había dormido la noche anterior, emocionada con la adquisición, y eran casi las dos de la mañana. Se frotó los ojos un momento, pero no surtió efecto, seguía muerta de sueño.

Mientras se ponía el pijama, oyó un golpe. Algo seco, como una llamada a la puerta.

- ¿Sara?-llamó. Pero no hubo respuesta. Sara llevaba horas dormida.

Sintió que una inquietud se apoderaba de ella. No podría decir que fuera miedo. Tal vez algo así como un presentimiento. Esa clase de sensación que hace que la gente se sienta inquieta cuando la puerta del armario está abierta mientras duermen. Miró a la ventana como si una fuerza superior a ella le obligase a girar la cabeza en aquella dirección. La persiana estaba bajada, de modo que no pudo ver nada, pero la sensación persistía. Algo estaba allí. Algo que quería entrar.

Cuando la conoció, Sara pensó que Aislin se había quedado anclada en la adolescencia. A veces, incluso le parecía que se comportaba de manera infantil. Quizás tuviera razón, porque lo que un adulto sano y racional hubiera hecho en ese momento era meterse en la cama, pensar que era una tontería fruto del cansancio e intentar dormir ignorando la sensación de inquietud. Aislin, sin embargo, tomó una decisión menos madura.

Rebuscó en los cajones, en el bolso. Sabía que en algún lugar tenía un mechero. Lo encontró en el bolsillo de unos vaqueros que hacía tiempo que no se ponía. Lo encendió, y con él encendido a modo de antorcha, comenzó a dar vueltas por su habitación.

- Komi…-titubeó. Se sentía un poco ridícula. Empezó de nuevo- Komi þeir sem koma vilja, Fari þeir sem fara vilja Mér og mínum að meinalausu.[1]  Lo repitió tres veces, las tres veces que dio la vuelta a la habitación. Aquellos eran unos versos clásicos para mantener lo sobrenatural lejos. En realidad, para evitar que le dañaran a uno. Aparecía varias veces tanto en cuentos como en grabados.

Después de recitarlo, Aislin se sintió ridícula. Nunca había hecho una cosa semejante, ni siquiera había nunca rezado antes de acostarse. Se rió de lo absurdo de la situación, y se metió en la cama. Pero, por muy ridícula que fuera la situación, no volvió a sonar la llamada en la puerta. Ni tampoco se sintió inquieta de nuevo durante la noche.




[1] “Vengan aquellos que quieran venir, váyanse aquellos que quieran marchar. Yo y lo mío sin daño alguno”

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