Hálavallagarður no es un cementerio al uso. No es sólo que esté en mitad de un bosque y que tenga casi doscientos años de existencia, es que además esconde algún que otro secreto en el subsuelo.
Según se entra por la puerta principal, recto hacia la zona más antigua, puede verse una enorme roca tallada de un modo similar a un dolmen. Una placa de acero explica que es un monumento a aquellos que el mar se ha llevado consigo y cuyos cuerpos jamás han sido encontrados. Bajo el monumento, se abre una enorme cripta en la que los familiares solían dejar placas con el nombre del desaparecido. La estancia principal era como una pequeña capilla, con un altar en el centro, y a los lados, se abrían dos túneles excavados en la tierra, donde los enterradores solían aprovechar para dejar algunos osarios. Uno de los túneles era la entrada a la cripta, conectada con la capilla.
El mar se lleva cada vez menos hombres, y a los que allí se homenajea hace tiempo que perdieron a los familiares que les visitaban. A día de hoy, ya casi nadie recuerda que la cripta existe, de forma que ha ganado otras utilidades menos ortodoxas. Aún así permanecía en buen estado. Salvo por la capa de polvo que lo cubría todo y el olor a moho por los restos que se pudrieron por el paso de los años, no estaba tan mal. Bastante mejor que los refugios de emergencia que sus ocupantes solían tener.
Los hombres que estaban allí no podían dejarse ver durante el día. Aquello significaría la muerte. Pero tampoco necesitaban dormir, tenían una misión que aún no habían cumplido. Durante más de 900 años habían podido pasar las horas del día descansando, como hacían los Hijos de la Sangre, pero ahora ya no podían; se debían por entero a la misión, era la razón de su existencia, eran esclavos de ella. Sólo llevándola a término podrían ser libres de nuevo y disfrutar de la eternidad.
De modo que, aunque aún no era de noche, estaban en la cripta, inquietos. Uno de ellos estaba tendido boca abajo en el altar que ya nadie usa, cubriéndose los ojos con las manos, y lanzando de vez en cuando algún bufido. El otro estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, jugueteando nervioso con las piedras del suelo.
¿Te has curado ya?-preguntó con impaciencia.
No, joder. ¿te crees que es tan fácil?
Se encogió de hombros y tiró una de las piedras contra el altar. El que estaba tumbado, bufó de nuevo.
¿Qué coño crees que haces?
Puedes hablar ¿no? ¿Cuánto crees que tardaremos?
¡Y yo qué sé! Poco, espero. Tenemos uno de los fragmentos, y tú tienes acceso a la casa de las dos tías ¿no? Yo me pasaré a hablar con el tío del cáncer, seguro que accede.
¿Y si no?
¡Si no lo mato, joder! Necesito descansar, calla de una puta vez.
Vale, señor susceptible. Cuánto drama por una…
Guardó silencio. Podía escuchar el sonido de unos pasos. Unos pasos cuidadosos, como si estuvieran entrando a través de la capilla.
¿Oyes eso?
Pero la pregunta era innecesaria. Para cuando la hizo, el que estaba en el altar estaba de pie, observando la entrada a pesar de que todo lo que podía ver era una película roja de sangre.
En apenas unos segundos, un hombre nuevo estaba delante de ellos. Alguien que no conocían. A diferencia de ellos, que vivían en la tierra desde que habían regresado a su estado original, estaba pulcramente aseado, con los cabellos bien peinados y usando ropas humanas. Incluso había tenido el detalle de calzar botas de monte para atravesar los pasadizos sin mancharse demasiado.
- Señores. –dijo a modo de saludo, inclinando la cabeza en una señal de respeto.
Era un Hijo de la Sangre.
¿Qué haces aquí, Hijo de la Sangre?- hablaba el de los ojos ensangrentados.
Un respeto, Salveig. Soy más viejo que tú.
¿Y a mí qué me importa? No puedes venir aquí y pedir que te rindamos pleitesía.
No quiero que me rindáis pleitesía. Sólo vengo a advertiros de que estáis llamando demasiado la atención.
¿Llamar la atención? –Esta vez fue el otro quien habló. Tenía el cabello lacio y negro, enredado con ramitas y trozos de tierra. -¡No me importa una mierda llamar la atención! Tenemos que acabar lo que empezamos.
El recién llegado puso los ojos en blanco y resopló.
¿Y no puedes acabarlo sin dejar un reguero de señales de nuestra existencia?
Eso es secundario.
No, no lo es. Nos ponéis en peligro a los demás con vuestra imprudencia.
¿Imprudencia? ¡Qué sabrás tú de…!
¡Cállate, Fabien!- fue el rubio quien habló entonces- Tendremos más cuidado, Hijo de la Sangre. Al menos lo intentaremos. Nuestras prioridades no son las mismas que las vuestras.
Tenemos la misma prioridad, mantenernos con vida.
Esa en nuestro caso va en segundo lugar.
Eso ya lo veo, Hijos de la Tumba.
Resoplaron al mismo tiempo. ¿Cómo se atrevía a entrar en su casa y exigirles cambiar su comportamiento?
El que había sido llamado Fabien saltó sobre él, sin poder contener su furia. El recién llegado, sin embargo, parecía preparado. Agarró a su atacante del cuello, presionando con tal fuerza que un hilillo de sangre salió por su boca. Posó su otra mano con suavidad sobre su coronilla, y giró. El cuello de Fabien se rompió tan fácilmente como si hubiera sido el cuello de un pollo. Pero aún así boqueaba, como si siguiese intentando hablar.
- Cállate un rato, Fabien, o te harás más daño.-sonaba irónico, divertido con la situación.
Salveig dio un paso al frente, pero lo pensó mejor. Cuanto más se hiriesen, más tardarían en terminar la misión, y aquello era lo único que importaba en aquel momento. Ya tendrían tiempo de vengarse después.
- Controlaos, señores. O la próxima vez no seré tan delicado.
Las palabras aún resonaban en la cripta, cuando ya no estaba allí. Salveig se agachó para atender a Fabien. Tenía el cuello partido, pero se recuperaría. Siempre se recuperaban. Había formas de matarlos, desde luego, pero nunca morían cuando tenían una misión. No saberlo había supuesto la muerte de mucha gente a lo largo de los siglos.
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