Estuvo más de media hora en la ducha, dejando que el agua caliente cayese
por encima de ella. Normalmente estaba en la ducha lo mínimo indispensable, porque
no le gustaba el olor a azufre que acompañaba al agua caliente de Islandia. Pero el calor era
agradable y lo necesitaba después de la mala noche que había pasado. Dormía mal
desde que había llegado allí, eran ya tres noches de pesadillas y despertares
antes de tiempo. Lo había asociado al jet
lag al principio, pero sólo había dos horas de diferencia entre su casa e
Islandia, así que no podía ser eso, al menos no tanto tiempo. Quizás el frío,
las pocas horas de oscuridad, el echar de menos su hogar, su gente.
El pensamiento le hizo entristecer. Había elegido hacer la investigación para el doctorado
en Islandia porque era un país donde la ciencia psiquiátrica estaba muy
desarrollada, y las enfermedades mentales, bien tratadas y descritas. Quería especializarse
en alucinaciones debidas al stress, intentar buscar un patrón entre ellas y las
que se debían a la esquizofrenia y otras enfermedades en que los procesos alucinatorios
fueran síntoma común, e Islandia tenía no solo un buen equipo de investigación
al respecto, sino un
índice de enfermos suficientemente alto como para poder estudiarlos en persona.
Y al principio la idea le había gustado: le permitía vivir fuera de la casa de
sus padres por primera vez, lo que era una gran liberación, pues se sentía incómoda e inútil
viviendo con ellos con casi 25 años. Pero luego, a medida que la fecha
de partida se acercaba, se dio cuenta de que aquello significaba también dejar
atrás por un tiempo a sus amigos, a su novio y a todo lo que había conocido
durante toda su vida. Aún así, no dio marcha atrás, era una buena oportunidad y
no quiso desaprovecharla.
Salió del cuarto de baño cabizbaja, dándose un tiempo para vestirse. Sólo
se había llevado una maleta, de forma que no le costó elegir la ropa. Tardó
porque no le apetecía encontrarse con nadie ese día, y sabía que el encuentro
era inevitable. Suspiró y fue a la cocina.
- Hey, Sara –saludó Aislin, su compañera de piso.- Acabo de hacer café,
está en la cafetera, al lado del frigorífico. ¿Puedes traerla?
- Claro, sí.
Sara cogió la cafetera y una taza y se sentó a la mesa con Aislin. Se
sirvió una taza de café sólo y le echó cuatro cucharadas de azúcar. Luego le
dio un trago largo, y lo
acompañó con un mordisco a una rosquilla de chocolate.
Sara sonrió. Su compañera no era en absoluto lo que se puede decir
“femenina”. O al menos, no lo que uno suele esperar de una mujer de 30 años:
comía como un niño consentido, vestía con vaqueros, camisetas y zapatillas, sin
preocuparse demasiado de su aspecto. Era soltera y no se preocupaba tampoco por
cambiar esto, y vivía en un ático de dos habitaciones, una de las cuales
alquilaba a estudiantes de intercambio, o al menos así se lo había contado el primer día,
cuando la escogió como compañera. También le había contado que había ido a
Islandia para estudiar historia y se había quedado allí después del primer
doctorado, cuando le habían ofrecido una beca en el departamento de folklore.
En esos momentos, estudiaba para su segundo doctorado en esta especialidad.
El aspecto general que daba era de una persona muy inteligente, que vivía
en su propio mundo y que había quedado anclada de alguna manera, tanto física
como psíquicamente, en la adolescencia.
Sara tenía una tendencia natural a la observación, sobre todo a la
observación de las personas. Alguna vez había discutido con sus amigos porque siempre tenían
la sensación de que las estaba “analizando”.
Quizás era cierto, pero no lo hacía de forma consciente. Simplemente necesitaba
comprender los motivos detrás de las acciones de la gente y preguntaba, tal vez
sin mucho tacto, lo que para ello se le pasaba por la cabeza. A lo largo de los
años había aprendido a controlarse, así que guardó silencio en vez de preguntar
directamente por los motivos que llevaban a una mujer joven y agradable a dejar
de lado su hogar e instalarse en una isla para vivir aislada de todo y
alquilando habitaciones a extranjeros desconocidos.
- ¿Tienes clase hoy?-preguntó Aislin.
-
Si… -No terminó la frase. Sara tenía otro defecto,
aparte de ser demasiado metomentodo. Era orgullosa y autosuficiente, y le
escocía reconocer que ni siquiera sabía dónde estaba la universidad o cómo
llegar a ella desde allí.
-
¿Sabes llegar a la universidad?
Miró a la irlandesa con sorpresa. Parecía que le había leído el
pensamiento. Negó con la cabeza con suavidad.
- Me hago cargo. Vamos, desde aquí se llega andando.
Y simplemente se levantó, se puso una chaqueta de lana, y volvió a
sentarse, esperando que ella terminase de desayunar. Aliviada por no tener que
haber pedido el favor, Sara dio un trago a su café y la siguió.
- ¿Vamos andado de verdad?- preguntó Sara con sorpresa, después de tres o
cuatro calles de casas de tres pisos, calles peatonales y tejados a dos aguas
que le parecían, como poco, pintorescas.
- Claro. Los buses son muy caros como para usarlos por un cuarto de hora
andado. Al menos, en verano. Cuando llega el invierno, te congelas al salir a
la calle y no ves la luz del sol, ya es cuestión de gustos. ¿Tú no vas andando
a los sitios?
- Vivo en una ciudad, no puedes ir andando a los sitios en una ciudad. Es
estresante y una pérdida de tiempo. Normalmente, coges el metro y ya está.
- Reykjavík no es esa clase de ciudades. Es como un pueblo… pero muy
grande y disperso.
Siguieron caminando en silencio. Pasaron una plaza en la que había
puestos de perritos calientes y hamburguesas enfrente de una oficina de
turismo, y graffitis en el suelo. Un poste en una esquina indicaba las
direcciones a diferentes calles, museos y localizaciones. No tenía ni la menor
idea de por dónde se estaba moviendo. Lo único que había visto era el
aeropuerto, la estación de buses, la casa donde vivía y el puerto. No había
tenido tiempo de más. Se limitó a seguir a Aislin, sintiéndose agradecida por
su guía, pensando en hacerse con un plano y aprenderse al menos las calles de
aquella zona para poder moverse por su cuenta.
Dejaron a su izquierda un enorme parque con un lago lleno de cisnes que
apuntó como nota mental para visitar, y tomaron una calle larga. A mano derecha
había casas individuales con jardines bien cuidados en los que los dueños
ponían estatuas, farolillos, columpios y velas.
Sara sintió un escalofrío, una especie de mal presentimiento. Le
resultaba familiar, aunque nunca había estado en aquella parte de la ciudad. No
había estado en ninguna parte de la ciudad.
Aislin la sacó de sus pensamientos señalando enfrente en el camino.
- Igual te parece un poco siniestro, pero en Islandia hay tan pocas
opciones de tener bosques que ponen jardines botánicos por todas partes, y el
bosque más grande que puedes encontrar por aquí es Hálavallagardur.
- ¿Es qué?
La chica rió.
- ¡El cementerio!
Sólo entonces se dio cuenta. Era
el mismo cementerio con el que había soñado la noche anterior, un bosque que
parecía familiar pero que no lo era. Supuso que en algún momento captaría algún
retazo de conversación en alguna parte, mientras se mudaba. Tal vez en la
oficina de turismo, cuando fue a llamar a su novio desde el teléfono público. A
pesar de que esto le vino deprisa a la cabeza, por un instante le recorrió un
escalofrío y se detuvo.
-
¿Qué pasa?
-
Nada, yo… Nunca
había visto un cementerio en un bosque.
-
Ya. Es que en realidad no era un bosque. En
Escandinavia es bastante corriente que los cementerios tengan una especie de
jardín o algo así. Como aquí no crecen bosques, lo intentaron poblar con
árboles de todo tipo, pero al final, se les fue de las manos. Pasó por tres o
cuatro arquitectos y jardineros, y ahora es una atracción turística. Oh, bueno,
y de los colegios y así, tiene gente famosa enterrada ahí dentro.
Sara siguió andando y dejó de escuchar las palabras de Aislin, que seguía
parloteando sobre la gente que estaba enterrada en ese cementerio. No tardaron
ni diez minutos en llegar a la universidad, y hubieran tardado menos si entre
el cementerio y la universidad
no hubiera una rotonda sin semáforos que se llenaba en hora punta.
La universidad de Islandia tenía las facultades principales divididas en
varias áreas de la ciudad. En aquella zona estaba la biblioteca, el edificio
principal, el de oficinas y varias facultades más, entre ellas, las de ciencias
sociales.
Fueron juntas hasta la cafetería.
-
¿Dónde vas? –preguntó Aislin.
-
Al despacho 239, de… Oddi.
-
Si, llegas a Oddi, bajando esas escaleras y siguiendo
el pasillo. Te veo luego.
Vio cómo su compañera se iba justo en la dirección opuesta y suspiró.
Bajó las escaleras. Daban a un pasillo largo, acristalado y subterráneo, que
llevaba a otro edificio. Trató de imaginarse cómo sería eso en invierno, si
realmente la red de túneles bajo tierra para ir de un edificio a otro era
necesaria. Sólo pensar en la nieve cubriendo los cristales le hizo tiritar. Era
del sur, lo único que le gustaba de la nieve era verla por la ventana. O en la
tele. En la tele, todo quedaba bien.
Pasó de largo las salas de estudio para los estudiantes, enormes espacios
circulares con mesas independientes que resguardaban la intimidad de lo que
estaban haciendo, y subió una amplia
escalera de caracol hasta el tercer piso. Los colores azul y blanco de las
paredes le hacían estar más tranquila a medida que avanzaba hacia el pasillo
para encontrarse con el que sería su director de tesis. Sentía un profundo
temor… había intercambiado varios emails con él, y le parecía un hombre frío y
distante. Suponía que era el típico catedrático que dirige tesis sólo por el
sueldo, y tenía miedo de tener que buscarse la vida ella sola igual que había
hecho en España hasta entonces.
Finalmente vio una puerta entreabierta con el número 239 y el nombre
Gabriel Marchant escrito debajo.
Suspiró con fuerza y llamó a la puerta.
Más o menos al mismo tiempo, Aislin esperaba en la entrada de una sala de
reuniones. Había quedado allí con su directora de tesis, pero aún había un
grupo dentro, y Meike no había llegado todavía. Se entretuvo revisando lo que
había llevado para la reunión, los avances que había hecho. Sabía perfectamente
que tenía lo necesario, pero se aburría. Miró por encima los papeles un par de
veces, y dejó que su mente divagara al azar.
Pudo captar un par de retazos de conversación de la reunión. Reconoció la
voz de Hákan, que había sido su profesor cuando estudiaba historia. Sintió
nostalgia por un momento. Le gustaba el folklore, pero le parecía que las
teorías establecidas eran demasiado rígidas, y ella tenía una mente muy
creativa. Cuando trabajaba con Hákan, pasó un par de meses en las excavaciones
del Althingi, trabajando al aire libre incluso bajo la nieve. Le gustaba la
nieve, le encendía la imaginación. Y con cada pequeño detalle que
desenterraban, podía fantasear con los tiempos en los que ese objeto estaba
nuevo, la forma en que se empleaba, las gentes que lo utilizaban, el frío, el
ambiente. Era una especie de defecto, el poder unir cosas que los demás veían
como independientes y crear algo de ello. Relaciones entre las cosas que a
mucha gente le costaba años asociar, sacar conclusiones rápidas.
Pero aunque era un defecto a la hora de tratar con la gente, en el mundo
académico le había abierto muchas puertas. Era fácil trabajar con ella, aunque
de alguna manera siempre acababa llevando la voz de mando y hacía que muchos se
pusieran nerviosos.
Aislin sonrió al pensar en ello. Le daba un poco igual lo que pensaran de
ella mientras nadie le diera problemas para hacer lo que quisiera.
Y mucha gente lo hacía. Meike, por ejemplo. Estaba empeñada en que tenía
que utilizar la comparación para todo, forzar asociaciones y patrones de
pensamiento que no estaban ahí. Ella estaba totalmente en contra de la creencia
en universales de ningún tipo, algo de lo que Meike era una ferviente
seguidora. Así que, cada vez que tenía que reunirse con ella, añoraba
profundamente lo cómodo de trabajar con Hákan, que siempre agradecía sus
aportaciones por muy fuera de lugar que estuvieran. “Y si se prueba incorrecta, sólo úsala para escribir un libro de
ficción”, solía decir.
Casi como si se tratara de una invocación, se oyeron aplausos en la sala
de reuniones y Hákan salió al pasillo.
- ¿Estabas esperando? Nos hemos alargado más de lo previsto. –se disculpó
sin mirarla, mientras se colocaba la mochila.
- No importa.
Entonces la miró. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser joven, y
tapaba la calvicie usando un sombrero. Era alto, tanto que hacía que Aislin
tuviera que mirar hacia arriba para verle la cara, y, pese a su edad y su
cargo, solía vestir en el mismo estilo que sus alumnos.
- Aislin.-dijo a modo de reconocimiento- Te hemos echado de menos en las
excavaciones.
Hablaron un par de minutos sobre intrascendencias, pero pronto la conversación giró hacia temas de la
excavación.
- ¿Un brazalete?-se
sorprendió Aislin.
- Si, un brazalete. Además, parece anterior al tiempo de la colonización,
es de bronce.
-Vaya. Eso es…
- Si sacas un hueco, pásate a echarle un ojo.
La sala de reuniones ya estaba vacía. Hákan pareció entender aquello como
el fin de la conversación. Inclinó la cabeza en señal de despedida y siguió su
camino, sin dar a Aislin tiempo de hacer más preguntas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario