domingo, 19 de mayo de 2013

Primera parte: Draugar (V)


Dicen que las malas noticias son las primeras en llegar, y esta no fue una excepción. Aún no había amanecido del todo cuando el teléfono de Aislin comenzó a sonar. No solía cogerlo, mucho menos a aquella hora, de manera que dejó que sonara. Pero a la primera llamada siguió otra, y para la tercera llamada consecutiva, no pudo evitar levantarse y contestar. Al otro lado del hilo telefónico estaba una voz desconocida.

-¿Aislin?

-Ah, sí, soy yo.

-Soy la hermana de Helga.

-¿De Helga…?

- De Helga Salveigdóttir.- sólo entonces cayó en la cuenta. Helga no era amiga suya ni tenían una relación más que de conocidas cordiales. ¿Por qué su hermana la llamaba a ella de madrugada? La pregunta quedó atascada en su garganta.- Estoy llamando a todos los números de su agenda, siento si te he despertado. –Aquello sí era raro.

- ¿Ha pasado algo? –preguntó sin pensar. Se escuchó un sonido extraño, como un suspiro o un sollozo al otro lado, seguido de un silencio.

-Ha muerto.- La voz sonaba ahogada, como contenida.

-¿Qué? ¿Cómo que ha muerto? Pero…-no sabía qué decir. Le parecía que era una mala broma o algo así. Había hablado con ella la mañana anterior, estaba perfectamente, y no había oído que tuviera ningún tipo de enfermedad. La posibilidad de un accidente se le pasó por la cabeza pero…

- La han matado.- la información le sacó de sus pensamientos. Y ya no supo qué contestar.

- Yo… lo siento.-dijo simplemente.

-Ya… gracias. –y entonces un silencio que ninguna de las dos supo llenar.

- ¿Cómo ha sido… qué…?

- No lo sabemos. Apareció muerta en la puerta de la residencia. Con el cuello roto. Es lo único que sabemos por ahora.

Otro silencio. ¿Qué podía decir a eso?

- Oye, tengo que seguir llamando. Te tendremos informada de lo que pase ¿de acuerdo?

-Sí,…sí, claro. Gracias por llamar.- La comunicación se cortó.

Aislin no volvió a la cama. Se sentó en el sofá, pensando lo raro de la situación. Había hablado con Helga esa misma mañana, y ahora estaba muerta. Con el cuello roto. Y aquello había pasado a un kilómetro escaso de su casa. Le recorrió un escalofrío.

Cuando Sara se levantó, encontró a Aislin profundamente dormida en el sofá. Le sorprendió, y por un momento dudó si debía de despertarla o no. Decidió no hacerlo. Tendría sus motivos, y no le apetecía tener que hablar con nadie. 

Aún estaba afectada por la entrevista en el hospital del día anterior, y dado que Gabriel le había citado también ese día, suponía que tendría que repetirlo. Era algo que le cansaba, le quitaba las fuerzas. Por un momento pensó que era idiota: a fin de cuentas era ella la que había escogido esa profesión, no podía quedarse tan afectada por las cosas. Suspiró, prometiéndose a sí misma que se sobrepondría, que aprendería a distanciar lo que veía y escuchaba de su vida diaria. Luego pensó que un primer paso sería despertar a Aislin y preguntar qué le pasaba. Suspiró de nuevo para darse ánimos y fue al salón, donde la irlandesa dormía.

Era raro, estaba en pijama, con el pelo revuelto y dormía reclinada en vez de tumbada. Daba la impresión de haberse levantado en mitad de la noche y haberse quedado dormida de nuevo. Sara la zarandeó un poco del hombro, pero no hizo falta más: Aislin se despertó como si le hubiera mordido una serpiente.

-¡Joder!- dijo Sara, sobresaltándose a su vez.- Lo siento, estaba preocupada.

Aislin le miró por un momento como si no le reconociera. Luego pareció relajarse y se acomodó un tanto en el sofá.

- No, no importa. No pasa nada, gracias por despertarme. Ya es tarde.

-Oye…-Sara no podía dejar de ser una metomentodo.-¿Por qué estabas durmiendo en el sofá?

Su compañera rió antes de contestar. Luego la sonrisa desapareció, sustituida por una expresión grave. Se levantó, estirándose como un gato. Sólo cuando estaba de pie respondió.

-No era mi intención. Anoche me llamaron para darme una mala noticia y me acabé durmiendo aquí sin darme cuenta.

-¿Qué noticia?

Aislin enarcó las cejas.

-¡Oh, lo siento, no quería entrometerme!

- Es igual. Es que han matado a una conocida mía.

Sara tardó un momento en procesar la información. Por un momento tuvo la impresión de que había entendido mal.

- ¿Qué la han…matado?

- Sí. Dicen que apareció muerta en la puerta de la residencia. Con el cuello roto. ¡Qué sé yo! Es un poco raro, pero bueno. No sé más. Me afectó un poco y no me quise acostar de nuevo.

-Claro. Normal. Yo... lo siento.

Aislin descartó con un gesto de la mano. Fueron a la cocina y la conversación empezó a girar sobre temas intrascendentes. Pero Sara se sentía inquieta, sentía el estómago revuelto. De alguna manera, no podía evitar pensar en una chica muerta con el cuello roto. Y no podía dejar de pensar en Angie y en la desaparición de su novia. 

No entendía qué relación podía haber entre ellas, ni porqué lo asociaba, pero lo cierto era que un pensamiento conducía irremediablemente al otro. Había notado algo raro en la forma en que Angie hablaba, demasiado serena, demasiado impactada. Estaba tentada a creer que no estaba fabulando, aunque el sentido común le dijera otra cosa. 

Entonces, una chica aparece muerta. Le recorrió un escalofrío y sintió miedo.

Normalmente no dejaba que nadie entrase en su despacho sin llamar antes para concertar una cita. Cerraba con llave por dentro para evitar esas visitas incómodas que suelen producirse a diario, que hacen que uno pierda la concentración en lo que está haciendo y que, incluso, puede sorprender haciendo algo de lo que no se quiere que nadie tenga constancia. 

Aquel día era diferente. Dejó la puerta entreabierta y se sentó a la mesa, sin hacer nada más que esperar. Sabía que, en algún momento, aparecería. Aunque fuera ya pasado el mediodía y no hubiera aparecido nadie aún. Pero era un hombre paciente.

Había pasado la noche entera revisando sus archivos, todo lo que sabía al respecto, todo lo que habían ido recopilando a lo largo de los años. Era un goteo constante de información, una noticia, un caso, un contacto, un testigo. No intervenían jamás, no era su estilo. La mayor parte de ellos eran académicos y eruditos, preferían la investigación, el placer de conocer por el simple hecho de conocer, que la intervención directa. Se sentían más cómodos sacando conclusiones en sus despachos, donde podían sentirse orgullosos de sus líneas de investigación, que exponerse a la cruda realidad de los acontecimientos. 

Aunque, por supuesto, siempre había una facción, jóvenes en su mayoría, que preferían intervenir, y no faltaba razón a sus argumentos. Decían que tenían conocimientos suficientes para ayudar a la gente, que no podían simplemente asistir al devenir de las cosas sin hacer algo por impedir las consecuencias que tenían sobre la vida de muchas personas. Mucha gente muere, decían, y con nuestra ayuda muchos podrían sobrevivir y luchar contra sus problemas. 

Unos años atrás, a fin de evitar la revelación de sus actividades con que algunos de estos miembros amenazaban, habían creado una suerte de fondo de ayuda para las víctimas. En realidad no era gran cosa; becas universitarias, subvenciones… y, desde luego, la posibilidad de formar parte de la organización.

A Gabriel nunca le había parecido bien. Le parecía que estaban demasiado implicados emocionalmente con los asuntos que trataban y que, a la larga, no hacían más que echar más leña al fuego de la escisión. Tenía la impresión de que después de siglos de trabajo, el momento en que la organización se dividiera estaba cerca. Y salir a la calle involucrándose implicaba que pronto serían conocidos por todos. Posiblemente incluso se reirían de su trabajo. Las cosas no eran como en las películas, no eran la Talamasca de Anne Rice ni tenían dinero como para apoyarse unos a otros o comprar la opinión pública y cerrar bocas. Estaban en el mundo real, y en el mundo real lo único que pasaba cuando trabajabas en ese campo es que te convertías en un proscrito, un alucinado que vivía en su mundo de alucinaciones. Eso si no acababas en un manicomio.

Resopló. Le parecía mal que los miembros se involucraran, pero le parecía aún peor que esas cosas ocurrieran a su alrededor. Por supuesto, no podía estar seguro. Pero había escuchado las declaraciones de la chica belga, y las de los tres chicos de la residencia. Las señales estaban ahí, todas y cada una de ellas. Aunque el primer cuerpo no hubiera aparecido aún, y el segundo no presentara ni uno sólo de los síntomas. Había algo que no era capaz de identificar, desde luego, algo que no había conseguido encontrar en los archivos, pero sabía que se enfrentaban a lo mismo. Y le molestaba mucho, no había pedido que pasara, prefería poder mantenerse al margen. Deseó no haber llevado a la doctoranda de intercambio a entrevistarse con la chica, pero ahora ya no había nada que hacer.

Una llamada suave a la puerta le sacó de sus pensamientos.

- Sí.

Una mujer alta, con el cabello negro recogido en una coleta alta y vestida con vaqueros y jersey de lana entró en su despacho.

- ¿De verdad está pasando esto?-preguntó sin preámbulos.

Gabriel asintió. Durante un momento tuvo la impresión de que Meike le estaba acusando directamente a él por lo ocurrido y sintió un ramalazo de ira. Era el menos interesado en que pasara una cosa así.

- Deberíamos mantenernos al margen.

Aquello sí que le parecía razonable. Salvo por el detalle de la chica de intercambio. Chasqueó la lengua y le contó a su compañera lo ocurrido. La mujer parecía incrédula.

- ¿Has dejado que meta las narices?

- No tenía ni idea de a qué nos estábamos enfrentando… no podía imaginarlo, en toda mi vida nunca… 

- Claro. No importa, pierdo los nervios.-Meike titubeó- Esa chica de la que hablas… ¿está equilibrada?

- Creo que sí.- más que una pregunta era una insinuación. Y, bien pensado, era la mejor forma de mantener lejos los problemas.

- Pues puedes intentarlo ¿no?

- La llevaré a hablar con los chicos de la residencia y veré cómo reacciona. Pero si reacciona mal…

- Los problemas de uno en uno.

Gabriel volvió a asentir. Era lo mejor. Meike y él eran los que guardaban los archivos en la zona de Reykjavík, y los demás miembros aceptarían su opinión. Agradeció que fuera ella la primera que había llegado, que respaldara su idea de mantenerse al margen. Estaba cansado de luchar contra todo lo demás, de discutir otro curso de acción. 

Esperaba con todo su alma que la chica española no fuera una pusilánime.

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