Estuvieron abrazados un rato. Hákan era un anciano, podía aguantar los problemas y reveses que la vida le diera, pero le costaba asumir la pérdida de un miembro de su equipo. En especial alguien tan joven como Helga. Tenía sólo veinticuatro años, y era delicada, tímida. Si le hubieran preguntado, hubiera dicho que era una niña cuyo cuerpo había crecido demasiado deprisa. Pero con una mente brillante.
Aislin sabía de la fragilidad encubierta de Hákan, de modo que se pasó por su despacho la tarde después de enterarse de la noticia. Ella no conocía a Helga como para que su muerte le afectase más allá de la simple sorpresa inicial y esa sensación de vértigo y de fragilidad que a todos nos embarga ante la muerte de alguien que conocemos. Pero eso es parte de ser humano, de tomar conciencia de que nuestra vida es transitoria y de que la muerte es el destino último. Cuando llamó a la puerta de su antiguo profesor y amigo, ese sentimiento no era más que un recuerdo, y permitió que el anciano se desahogase con ella. Sentía que se lo debía de alguna manera, pues él había estado ahí, como un segundo padre, cuando los problemas con su familia habían terminado en catástrofe, cuando le había entrado el miedo a no poder seguir. Sólo había una persona en la que confiaba más que en Hákan, pero hacía bastante que no le veía. Decidió que sería más acertado no pensar en eso en aquel momento.
A pesar del mal rato por el que estaba pasando, si algo era el viejo historiador era un hombre práctico, y no tardó más de media hora en comenzar a hablar de las excavaciones, de aquello en lo que Helga había estado trabajando. Contó cómo la echarían de menos, que tendrían que hacer un gran esfuerzo para encontrar alguien que la sustituyera.
Aislin pudo ver lo que estaba haciendo. Hákan la quería en su equipo de trabajo, a pesar de que sabía que estaba haciendo su segundo doctorado en otra rama. La verdad es que a ella le apetecía mucho más salir a la calle y trabajar sobre el terreno que dedicarse a investigar entre libros polvorientos. Sacudió el pensamiento de su mente. Sólo pensaba aquello porque estaba enfadada con Meike y su forma de ver las cosas. Y su forma de imponerlas. Aunque también sabía que ambos trabajos no eran incompatibles. Podía ayudar clasificando restos y rellenando informes y cosas así en sus ratos libres. Además, le permitiría ver los momentos en los que estaba con Meike como algo transitorio hasta el momento en que se doctorase y pudiera al fin mezclar las dos ramas de estudio como había querido hacer desde el principio.
Poco a poco, la idea empezó a calar en ella con fuerza. Quería trabajar con ellos. De hecho, nunca debería haberse ido.
Y mientras Hákan le iba enseñando resultados, muestras de diferentes cosas que habían encontrado, tomó la decisión. Si él se lo permitía, trabajaría con ellos de nuevo.
La conversación se fue animando, hasta llegar al anochecer. Las instalaciones de la universidad no cerraban, pero el cielo estaba completamente negro cuando al fin salieron del despacho. Fuera, en la calle, estaba helando.
- ¿Quieres cenar algo?-propuso Hákan.
- Claro- no era la primera vez que la conversación les llevaba a comer o cenar juntos. Además, era el mejor momento para poder proponer volver a trabajar en la excavación. Hákan no le dio tiempo.
- Oye, quería preguntarte…-comenzó, mientras abría la puerta del coche.
- Claro. Lo estoy deseando.
- ¿Ahora lees la mente?
- No, pero nos conocemos desde hace tiempo. Y llevaba un par de horas deseando que me lo propusieras. Si no lo hacías, iba a hacerlo yo.
El anciano sonrió por primera vez desde que se enteró de la noticia de la muerte de Helga. Solía encariñarse deprisa con la gente y a Aislin había llegado a quererla casi tanto como a una hija. Además, sabía hacer cosas que mucha gente no era capaz de comprender. La que más le impactaba era la forma en la que podía hablar Antiguo Nórdico. No es que lo entendiese, leído, como muchos islandeses pueden hacer. Es que lo hablaba, en el sentido estricto del término, y con fluidez. Como si hubiera vivido en la época. Normalmente solía haber un lingüista contratado para esas cosas, pero cuando Aislin trabajaba con ellos, llegó a corregirle la pronunciación de las palabras de uno de los manuscritos. Y el hombre se sorprendió, como si de pronto hubiera dado con un hablante nativo de la lengua que se había dedicado a estudiar toda su vida. Hákan creía recordar que el hombre había quedado tan impresionado que incluso intentó tener una cita con Aislin. La muchacha se rió de él a la cara. El anciano sonrió de nuevo al recordar la escena.
-Bien- dijo- Entonces, deja que aproveche la cena para contarte un par de cosas.
La joven entró en el coche sonriente, ilusionada. Pero Hákan seguía sombrío. Quería enseñarle el brazalete al final de la noche, se había mostrado muy interesada en él. Pero por algún motivo que no alcanzaba a reconocer, no se sentía cómodo con la pieza cerca.
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