sábado, 18 de mayo de 2013

Primera parte: Draugar (IV)


Aislin se revolvió. Se sentía inquieta, incapaz de concentrarse en la lectura. Ni en nada. Lo había intentado todo: leer, comer, ver la televisión, probar algún juego en el ordenador… nada. No podía quitarse de la cabeza los problemas que tenía con Meike, ni tampoco los descubrimientos que estaban haciendo en el Althingi. 

En realidad, sabía que no se concentraba en nada porque estaba intentando evitar hacer lo que realmente le apetecía. Prefería hacer las cosas en frío, y aunque llevaba un tiempo deseando escribir a Hákan para pasarse a ver ese brazalete y ponerse al día con lo que estaban haciendo, no le parecía correcto hacerlo justo después de discutir con Meike. Lo sentía como algún tipo de venganza contra ella, casi como una traición. Y las traiciones académicas no le parecían honorables.

Lo estuvo meditando varias horas, y terminó por reírse de sí misma. ¡Qué extraños pensamientos pasaban a veces por su mente! Honor en las relaciones académicas… ella mejor que nadie sabía que esa clase de relaciones se mueven por contactos más que por méritos, por saber a qué puerta tocar. Pero ella no era así ¿verdad? ella estaba demasiado cercana al mundo y la visión de este que tenían los vikingos. A veces se sorprendía a sí misma con pensamientos y actitudes pasados de moda, más propios de las sagas que de la vida actual. Claro, que también tenía su lógica. Era una influencia muy poderosa. 

Por una vez, decidió saltarse esos principios. Los descubrimientos de la excavación eran mucho más importantes que eso. Y además, podía darse el caso de que le fuera de utilidad.

El primer impulso fue levantar el teléfono. Pero eran más de las diez de la noche, y Sara estaba ya en su cuarto, sospechaba que dormida. Había llegado a casa temprano, con aspecto cansado y pocas ganas de hablar. Le caía bien la española, pero no era capaz de entender qué le había pasado para que pasase toda la tarde encerrada, sin comer, sin ni siquiera ir al baño. 

Así que descartó la llamada, no quería molestar. Se sentó al ordenador y escribió un largo correo electrónico al director de la excavación. Quería ver el brazalete. Quería colaborar en lo que fuera.

Más o menos a esa misma hora, Helga, la becaria de la excavación, trabajaba sobre el pequeño fragmento que había encontrado. No podía permitirse pagar un apartamento, de modo que vivía en uno de los colegios mayores, sin muchos lujos, sólo una habitación pequeña con un escritorio y un armario. 

En ese momento estaba en el escritorio, con el fragmento delante de ella, tomando notas. Parecía un fragmento de bronce, pero era demasiado pequeño para saber a qué había pertenecido. Era plano y sin inscripciones de ningún tipo, del tamaño de una uña. Era el tercer fragmento de bronce que encontraban después del brazalete, y Helga, como todos, sentía curiosidad. La época del Althingi era la época en la que los pequeños propietarios y jefes locales regalaban anillos y brazaletes… de oro y plata. Las alhajas de bronce eran mucho más antiguas, se encontraban en las excavaciones en Noruega y Suecia, pero nunca en Islandia. Lo primero que venía a la cabeza era que fuera algún tipo de herencia familiar de alguien, pero no tendría sentido encontrarla en el Althingi. 

Los islandeses estaban más que orgullosos de haber tenido el primer parlamento democrático del mundo occidental. Originalmente era un pequeño enclave en Reykjavík, por eso de que aquellas tierras pertenecían al primero que allí se asentó, además de ser la zona de la isla más poblada en el momento y más tarde se cambió al valle de þingivellir, que es el que hoy en día se enseña a los turistas como tal. Las excavaciones eran en la zona del original, el de Reykjavík. Las gentes de toda la región suroeste de Islandia venían allí el primer día de verano y trataban los asuntos del año, arreglaban disputas, celebraban juicios, decidían las leyes… y luego volvían a sus casas. 

No tenía ningún sentido encontrar una pieza como aquella allí. A lo sumo, en un enterramiento, pero no había huesos en el Althingi, nunca se había convertido en un túmulo.

Se dio por vencida. Estaba cansada del trabajo de aquel día, pensaría mejor por la mañana. Apagó la luz y se dejó caer encima de la cama, sin molestarse en meterse dentro, y de inmediato quedó profundamente dormida. 

Se despertó a las tres de la mañana, pero no supo porqué. Se metió debajo del edredón y se acomodó, y entonces escuchó un ruido. Se levanto y quedó escuchando un momento, pero no sonaba de nuevo, así que volvió a tumbarse. Y entonces sonó de nuevo, más insistente. Parecía una llamada a la puerta.

Completamente despierta, se levantó y abrió la puerta. No había nadie. Resopló. Era miércoles, el día en que la asociación de estudiantes hacía fiestas. Algún estudiante de intercambio borracho se habría confundido de habitación. Cerró dando un portazo, a ver si con suerte molestaba a alguien que estuviera durmiendo la borrachera. 

Y entonces escuchó el sonido de nuevo. Abrió la puerta de golpe, esperando encontrar al imbécil que no le dejaba dormir. Y entonces escuchó el sonido de nuevo. Palideció. No estaban llamando a la puerta. Sentía que no podía mover ni un solo músculo, pero se forzó a sí misma a darse la vuelta, despacio. El sonido venía de la ventana. 

Vivía en un primer piso, pero aún así, llegar hasta allí era complicado. Necesitarían equipo de escalada o algo así, la pared era completamente lisa, no se podía escalar con las manos. 

Volvió a sonar. Estaba completamente a oscuras, con la puerta abierta. Y paralizada, mirando a la ventana sin atreverse a acercarse a ella. No tenía persiana ni contraventanas, sólo una cortina que bajaba por la noche para dormir sin luz. No podía distinguir nada al otro lado de la misma, no llevaba las gafas puestas. Por un instante se sintió como el protagonista del El Cuervo de Poe. Sólo que ella no esperaba ningún alma en pena como visitante, nunca se había enfrentado a la muerte más allá de en los libros de historia. Hasta el periquito que sus padres le habían regalado por su dieciséis cumpleaños seguía vivo. Sin embargo, se convenció a sí misma de que, como en el célebre poema, sería algún pájaro nocturno lo que llamaba a su ventana, quizás había perdido el vuelo con la helada y estaba medio muerto, golpeando el pico sin querer contra el cristal. Volvió a escuchar el sonido y esta vez, con ánimos renovados tras su intento de racionalización, dio dos pasos largos hasta la ventana y levantó la cortina de un golpe.

Nada.

- Pero… ¿qué coño pasa? Debo de estar volviéndome loca… -murmuró para sí misma. 

De cualquier modo, dejó la cortina levantada. Cerró la puerta y volvió a meterse en la cama. Y estaba ya decidida a dormirse de nuevo, cuando vio una sombra en la ventana. 

Se levantó y corrió a la ventana. No había nada. Pero estaba segura de haberlo visto. Abrió la ventana y se asomó con cuidado, pero no podía ver mucho en la oscuridad, solo las estrellas. No sabía qué le estaba pasando, estaba inquieta, nerviosa. Se asomó aún más por la ventana, dejando que la brisa le diera en la cara y la despejara.

- Tienes algo que es mío.

No supo de donde venían las palabras, ni si las había escuchado de verdad o estaban de pronto en su mente. Ahora sí estaba realmente asustada, estaba alucinando. Aún así, para descartar que fuera algún tipo de broma, sacó la cabeza por la ventana y miró hacia los lados, hacia arriba… hacia abajo. 

-Tienes algo que es mío.

Sólo cincuenta años atrás nadie hubiera caído en un truco tan viejo. Conocían las viejas historias, las viejas leyendas, los peligros que acechaban en la noche. Antes sabían que no podía pasar nada si permanecías dentro de las cuatro paredes de tu casa. Pero hoy en día son solo cuentos, y nadie teme a los sonidos de la 
noche. Tienen que hacerte salir, porque tú no vas a invitarles a entrar.

Y Helga había salido, aunque solo fuera a la ventana. Era suficiente.

No le dio tempo a gritar.

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