Su mujer había salido al 1011. No solía hacerlo, pero estaba embarazada por tercera vez, y los antojos ya habían empezado. No lo habían esperado, pero tampoco era desagradable. Gabriel estaba encantado con sus dos hijos mayores, que ya habían marchado a vivir por su cuenta, a pesar de su juventud. Ambos a los dieciocho años. Hacía 3 años desde que el más pequeño se fue, y la casa había parecido vacía desde entonces. No tanto al principio, cuando Gabriel, de natural huraño, había agradecido el silencio. Aquello duró unos meses, pero después incluso él empezó a echar de menos el sonido de la vida que daban los hijos. Venían de vez en cuando, en navidad y los cumpleaños, pero no era lo mismo. Un tercer hijo, por tardío que fuese, sería bienvenido. Se había ofrecido a ir él mismo al supermercado, pero ella insistió en que el buen tiempo acabaría pronto y que necesitaba hacer ejercicio, aunque fuera recorrer cuatro calles y pasar veinte minutos eligiendo qué comer.
Mientras esperaba que regresase estaba recostado en la cama, viendo el televisor. Dejaba la ventana abierta, le gustaba el aire de la noche para despejarse de las obligaciones del día, dejar que el viento se llevase las preocupaciones. Además permitía que el oxígeno se renovase. Vivía en un piso amplio, con tres habitaciones y de un estilo típicamente islandés; pocos muebles, heredados de familiares o comprados en tiendas de antigüedades, y la mayor parte de ellos cerca de las paredes. Aquella era una cultura de estar en casa, y para ello las casas tenían que ser suficientemente amplias para poder moverse por ellas. Su esposa había querido comprar una de las casas tradicionales islandesas, de dos pisos y un desván, pero a él le había parecido demasiado para su familia. Era francés, y siempre había vivido en un piso. Tener toda una casa para ellos le parecía un alarde que no estaba dispuesto a hacer. Era un contraste con la mentalidad islandesa, donde es más caro mantener un piso que mantener tu propia casa, pero él no lograba entenderlo. Era de clase media, no necesitaba una mansión.
A pesar de todo, era un hombre bastante tradicional, católico, hogareño, al que le gustaba disfrutar de una vida sencilla. En el televisor veía una película de los años 60 que le traía recuerdos de su infancia y le arrancaba una sonrisa de vez en cuando.
Fue a la cocina en busca de café y, cuando volvió, el televisor se había apagado. Resopló y volvió a encenderla, pero sólo apareció niebla en la pantalla. La apagó. Se sentó en la cama con la taza de café, dejando que la cafeína pasase por su garganta e intentando no pensar en nada.
Oyó un golpe y se sobresaltó. Parecía una llamada a la puerta. No se levantó, sabía que estaba solo en casa. Dejó de prestar atención, pensando que cualquier cosa que fuera, se desvanecería de ese modo. Volvió a sonar, dos veces, como una llamada insistente. De pronto, todo lo que había sucedido en la última semana vino a su mente de nuevo. Escuchó atentamente, pero no volvió a escuchar el ruido.
Miró alrededor de la habitación, todo parecía tranquilo. Hasta que fijó su mirada en la ventana. Se sorprendió, dio un respingo, pero no se asustó. Había leído lo suficiente como para saber qué estaba pasando, era un encuentro estándar.
- No soy tan idiota como para dejarte entrar- dijo a la figura encapuchada que había frente a su ventana. No podía ver mucho más que una sombra negra. Era del tamaño de un hombre alto, pero vestía completamente de negro, llevaba la cabeza cubierta con la capucha de la chaqueta y apenas podía verle el rostro en las sombras. Lo único que supo es que era un hombre. O tal vez fuera más correcto decir que había sido un hombre. Estaba flotando delante de una ventana en el tercer piso de un edificio en mitad de la ciudad. Gabriel se preguntó desde cuando estos seres eran tan descuidados.
- Tienes algo que es mío.- la voz sonó grave, entre dientes. Como si no hubiera movido los labios para hablar. Ni siquiera hubiera sabido decir si lo había escuchado o las palabras se habían colado en su mente de alguna manera.
- Te equivocas de persona. Vuelve a la tumba de donde has salido.
- Me equivoco… volver a la tumba….Valiente…. ¿Y si hacemos un trato?
- No tienes nada que pueda interesarme.
- ¿No lo tengo? Hace tiempo que te encuentras mal ¿verdad? ¿Quieres dejar asuntos sin resolver? ¿No ver crecer a tu hijo?
-¿De qué coño estás hablando?- pero sabía de qué estaba hablando. Llevaba meses evitando la consulta del médico por no enfrentarse a los resultados. Sabía qué era lo que le pasaba, porque él también era médico. Y prefería no pasar el resto de su vida entre hospitales.
- ¿De qué coño crees que estoy hablando?Puedo sentirlo. ¿Dos, tres años… cinco a lo sumo?
- ¡Largo! ¡No tienes nada que pueda interesarme!
El hombre de la ventana rió durante unos instantes. Luego levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos de Gabriel. El hombre no pudo apartar la mirada de aquellos ojos azules, profundos y sin expresión.
- Piénsatelo.-ofreció - volveré para hacerte de nuevo la oferta una noche de estas.
Gabriel asintió, sin saber qué más decir. Había mirado a uno de esos seres a la cara y mantenía su voluntad. Así que las historias que había leído de humanos que la perdían en su presencia no eran ciertas.
- Mi respuesta será la misma- respondió, obligándose a sí mismo a pestañear.
- Piénsatelo. Veremos.
Cuando Gabriel volvió a mirar, ya no había nadie en la ventana. Sin embargo, un olor extraño envolvía la habitación. Como a tierra húmeda removida. Se dio cuenta de que estaba sudando, de que la criatura había removido en sus terrores más profundos y los había hecho salir a la luz.
Se sentó en el borde de la cama y bebió de un trago el café que le quedaba, en un paradójico intento por relajarse. Aún respiraba con fuerza cuando su mujer regresó.
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