domingo, 26 de mayo de 2013

Primera Parte: Draugar (XII)



No tenía pensado asistir a la charla de Jacqueline Simpson. Le había apetecido desde que se enteró, porque el asunto le resultaba interesante. Era sobre porqué se decía que en Inglaterra no había cuentos de hadas. Pero no tenía ánimo para ir de conferencias, le apetecía muchísimo más hacer otras cosas, antes de que llegase el invierno y tuviese que quedarse casi encerrada en casa. Le gustaba Islandia y le gustaba la nieve, pero le costaba mucho acostumbrarse a las veintidós horas de oscuridad del invierno, por mucho que llevase viviendo allí casi ocho años.

Sin embargo, después de la sensación extraña que tuvo la noche anterior, decidió ir. Normalmente sus hábitos eran más bien solitarios; le gustaba ir a la piscina de agua caliente, o coger el coche y marchar a algún lugar perdido donde pudiera estar ella sola con la naturaleza. Era una de las cosas que más le gustaban de Islandia, no tenía que irse muy lejos para disfrutar de la más absoluta soledad. Incluso en la misma capital había algunos lugares en los que conseguirlo. Pero no, aquel día no quería estar sola. Prefería con mucho la sala atestada de la universidad, llena de estudiantes entusiasmados y académicos reverentes por la presencia de la prestigiosa folklorista. Se sentiría mucho más segura de ese modo.

Llegó pronto a la sala de conferencias, pero ya había gente esperando. Aquello también le agradó. Eligió un sitio por el centro, cerca de dos mujeres de mediana edad que parloteaban sin parar, y se acomodó. Sacó la mesa del respaldo de la silla que tenía delante y acomodó su agenda para tomar notas. Luego, simplemente, esperó.

Sabía del trabajo de Jacqueline Simpson, sobre todo de las traducciones que había hecho de los cuentos islandeses al inglés, y de las recopilaciones de cuentos populares que había hecho a lo largo de su vida. Un ejemplar de “Country Lore and Legends” reposaba en la estantería de su salón. Y también el libro sobre el folklore de Mundodisco que había hecho hacía unos años.

A pesar de ello, cuando vio entrar a la anciana en el salón de conferencias, ayudada por un solícito becario, se dio cuenta de que aquella no era la imagen mental que tenía de ella. Nunca la había visto, y en su imaginación la folklorista se dibujaba como una mujer de unos sesenta años enérgica y con una voz potente.

Al menos, en ese último punto no se equivocó, y durante las siguientes dos horas, se olvidó de todo, sumergida en las historias que contaba. Por cada dato que daba contaba al menos dos o tres historias diferentes, y la forma en que lo hacía permitía a Aislin sentirse parte del escenario del cuentacuentos, tan carismática era la anciana.

Cuando salió de allí, se había olvidado por completo de la inquietud que le había asaltado la noche anterior, y se permitió el lujo de parar en el Kaffi&Té para tomar una taza de chocolate caliente mientras ojeaba alguno de los libros de la librería Eymundsson, donde estaba la cafetería.

Era ya de noche cuando decidió volver a casa. Era sábado, pero demasiado temprano para que la gente hubiera empezado a reunirse para ir de fiesta. Esas reuniones empezaban siempre cerca de la medianoche. Mientras caminaba, la inquietud volvió a ella, y se sintió idiota por haber esperado hasta después de anochecer para volver. Apretó el paso, estaba sola en la calle, cerca del puerto, pero tampoco quería correr.

A apenas diez metros de su casa, escuchó un susurro llamándola. Miró a su alrededor, pero no había nadie. Apretó aún más el paso, sintiéndose más y más segura a medida que la puerta del portal estaba más cerca.

- Tienes algo que es mío.

Ahogó un grito. Delante de ella, como aparecido de la nada, estaba el hombre rubio que habían visto la noche anterior en el restaurante. En esta ocasión vestía completamente de negro, y tenía la capucha subida sobre la cabeza, pero Aislin pudo reconocerle. No olvidaría un tipo como ese en mucho tiempo.

- Mira, tío, no te conozco de nada ¿vale?

- No vale. No me conoces, pero yo a ti sí, Aislin Dooran. Y tienes algo que es mío.

- No tengo nada tuyo, déjame pasar.

En el mismo momento en que pronunció las palabras, supo que ni siquiera ella misma las creía: claro que sabía quién era, o más bien, sabía qué era. Sólo que no creía tener nada que no le perteneciese.

- Déjame pasar.-repitió, con más fuerza. Era lo único que se interponía entre ella y su casa, si conseguía cruzar la puerta del portal, estaría segura.

- Me parece que no te dejo pasar.

Alargó la mano tan rápido que ni siquiera pudo verlo venir, y la agarró de la garganta. Quiso gritar, pero no pudo, no sólo no le era posible hablar, sino que cada vez le costaba más respirar. No la estaba estrangulando, simplemente paralizándola, evitando que gritase, haciendo que le fuera difícil moverse. Se inclinó sobre ella, y la mordió. Estuvo apenas un par de minutos sobre su cuello, lo suficiente para que la herida se desgarrase y la sangre empezase a fluir con trozos de piel.

Aislin se revolvía. Le había soltado el cuello, y su cerebro trabajaba con rapidez. No había ninguna forma de librarse de él, pero sí de ganar tiempo. Mientras se movía para cambiar de posición y hacer una herida nueva, la mujer clavó los dedos en sus ojos. Fue un impulso, los clavó tan fuerte como pudo, sin pensar en las consecuencias. Escuchó un sonido húmedo, como un chasquido, y un reguero de sangre cayó sobre su mano izquierda.

- ¿Qué coño haces, zorra estúpida?

Su atacante se había apartado de ella y se cubría los ojos con las manos. Era evidente que no podía ver. Estaría bien de nuevo a la noche siguiente, pero de momento, no era más una amenaza. Aislin sonrió, y se permitió a sí misma mirar cómo la calle volvía a quedarse vacía.

Se sentía mareada. Por la falta de aire, por la pérdida de sangre. Sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta e intentó abrir, pero todo le daba vueltas. Sintió el vacío, la falta de fuerza, dejó de ver lo que había a su alrededor y sólo vio la negrura, y supo que se iba a desmayar. Se apoyó con la mano sobre los timbres y, mientras se desvanecía, llamó a los seis apartamentos sin querer. Aquella fue la casualidad que salvó su vida.

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