Hákan no era un hombre religioso. Tampoco creía en cosas como la vida después de la muerte, y no le gustaba visitar los cementerios. Sin embargo era un hombre sensible y en muchas ocasiones le gustaba más vivir entre sus recuerdos que en el presente. Especialmente desde la muerte de su esposa. Pasaba gran parte de su tiempo trabajando, prefería mantenerse ocupado, no pensar. Sus hijos habían dejado la isla en la que nacieron tan pronto como tuvieron la formación suficiente como para poder emigrar a los Estados Unidos. No era nada sorprendente, pero había quedado completamente solo después de aquello.
Con la reciente muerte de Helga, la necesidad de visitar la tumba de su esposa se hizo insostenible. Cada vez que se quedaba solo en casa sus pensamientos volvían a ella, al tiempo que compartieron juntos, a la forma en la que le fue arrebatada. A sus ojos, la enfermedad que se la llevó fue prematura, por mucho que los médicos insistieran en que llevaba mucho tiempo desarrollándola, en que había aguantado mucho más de lo que ellos preveían. La muerte había sido un descanso finalmente. Él lo había visto también, había pasado tres años escuchándola rogar por que alguien le ayudase a descansar. Le decía que era muchísimo peor reunir fuerzas para levantarse cada día y luchar contra lo inevitable, que mirar hacia delante y aceptar su muerte. Pero nunca le había escuchado, y había hecho lo imposible para conseguir mantenerla con vida.
En el fondo, Hákan sabía que era una actitud egoísta. Sabía que ella lo estaba pasando mal, que quería acabar y descansar, pero no era lo suficientemente valiente para dejarla ir y aprender a vivir sin ella. Y seguía sin serlo. La prueba era que ya habían pasado más de diez años de su muerte y aún no se había acostumbrado a vivir sin ella. Había rechazado rehacer su vida, cambiar de casa, buscar otra mujer. Se refugió en el trabajo. Los últimos diez años había alcanzado grandes logros profesionales, y el estudioso no dejaba de agradecer esos éxitos a su esposa. En los momentos en los que no era capaz de aguantar su ausencia, sentía arrebatos de romanticismo, corría a visitar su tumba y le agradecía y se lamentaba a un tiempo, por haberle permitido dedicar su tiempo y devoción a su trabajo. En más de una ocasión había amanecido en el cementerio, frente a su tumba, como un reflejo macabro de las noches que habían pasado en vela conversando cuando ella estaba viva.
Aquel día acababa de llegar al cementerio. Helga no había sido enterrada todavía, fiel a la costumbre de esperar diez o doce días antes, pero había pasado por el velatorio y saludado su cuerpo antes de ir al cementerio. Se había disculpado con ella, aunque no sabía el motivo realmente. Tenía la impresión de que algo había forzado la muerte de la muchacha, y de forma profunda y dolorosa, que él mismo tenía algo que ver en ello.
Una vez en el cementerio, caminó entre las tumbas y los árboles, disfrutando del ambiente en el bosque, de los primeros vientos fríos que presagiaban la pronta llegada del invierno, hasta llegar frente a la tumba que buscaba.
Dejó que sus pensamientos vagaran por derroteros oscuros, por la culpabilidad y los presentimientos. Permaneció en silencio, simplemente pensando durante horas, hasta que olvidó su propia identidad y se convirtió en un todo con el ambiente. Ya no era más un hombre, sino un miembro del cementerio, una mascota de la muerte. No hablaba en voz alta cuando visitaba a su esposa y sin embargo aquel día, como si fuera una premonición, en aquella especie de estado alterado de conciencia, prometió en voz alta que pronto se reuniría con ella.
Entonces pareció despertar de un sueño profundo. Era poco más de mediodía y se sentía cansado. Se frotó los ojos llorosos con la mano y suspiró. Hizo un esfuerzo por alejar el sueño y se dirigió a la capilla. Llevaba una vela en la mochila, y quería encenderla allí. Siempre que visitaba el cementerio lo hacía, como un ritual privado.
Apretó el paso, quería salir de allí cuanto antes, marchar a casa y acostarse un rato, descansar. Tenía mucho trabajo que hacer al día siguiente y no podía perder más tiempo. Llegó a la capilla con las manos en los bolsillos, jugueteando con el mechero.
La capilla era un edificio blanco pequeño, con el tejado y las puertas verdes. Había pequeñas ventanas en el tejado, con cristales que apenas dejaban pasar la luz. Solía estar la puerta abierta, aunque nadie entraba a no ser que hubiera algún funeral. Había una mesa de piedra en el centro, donde en los funerales se colocaban los cadáveres y en la pared izquierda, cinco escalones en los que la gente dejaba velas encendidas por el alma de sus muertos.
Hacía frío dentro. Cuando Hákan entró, se iluminó el interior. El anciano ahogó un grito, luego suspiró e intentó calmarse. En la mesa de piedra había un cadáver. Ciertamente no era nada fuera de lo común que si alguien sin recursos moría, su velatorio se hiciera en su propia casa o en la misma capilla del cementerio. Hákan pensó que debía ser el cadáver de algún vagabundo, para no tener siquiera alguien que le velase.
Guiado por su curiosidad, se acercó para mirarle. Tendría alrededor de cuarenta años, rubio, facciones cuadradas. Parecía de origen noruego. Hizo una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento, de despedida. Siendo como era un hombre sensible, no le parecía justo que alguien muriese sin tener quién le recordara. Deseó saber su nombre para poder al menos recordarle.
Agitó la cabeza con pesar y se volvió hacia los peldaños de las velas. Sólo había cuatro encendidas y otro par de ellas que se habían apagado con el viento. Quedaban los restos de velas consumidas. Dejó la mochila en el suelo y sacó la vela que llevaba dispuesta para encender. Se tomó un tiempo para meditar, para recordar. Tenía como máxima que nadie moría del todo si seguía siendo recordado. Es un pensamiento bastante extendido entre los islandeses, celosos de su propia herencia. Ya en los versos del Hámavál, en la cacareada Edda poética, se decía que nunca muere la memoria de quien en vida obraba bien. Hákan iba más allá: tampoco aquellos que obraban mal merecían el olvido. Un pensamiento que tal vez pudiera asociarse a que era historiador y arqueólogo. La memoria del pasado era lo que le hacía levantarse por las mañanas.
Dejó la vela encendida y cogiendo la mochila en la mano salió de la capilla. Estaba ya en la calle, cuando una sensación extraña le invadió. Pasó por su cabeza que algo había cambiado en la capilla entre que entró y salió. Dio la vuelta y entró de nuevo, reprendiéndose por sus aprensiones.
Miró a su alrededor. Nada había cambiado. La mesa de piedra, las velas… el cadáver ya no estaba en la mesa de piedra. Pensó que era un juego de luces, que no tenía la vista adaptada a la oscuridad, que no podía reconocerlo en las sombras. Se acercó a la mesa esperando encontrarse de nuevo con el hombre de aspecto noruego. La otra posibilidad era haber imaginado que estaba ahí, y le asustaba más. Significaría que estaba perdiendo el juicio, que desvariaba. Se había acercado, había visto sus facciones, sus ropas oscuras, no era sólo la forma sobre la mesa. Pero no estaba allí.
Hákan permaneció en silencio unos instantes, consternado, intentando encontrar una explicación a lo que estaba ocurriendo. Se sentía paralizado por el miedo, casi sin atreverse a respirar.
La puerta se cerró de golpe, dejándolo todo a oscuras salvo por los pequeños haces de luz que entraban por las ventanas del techo. El historiador estaba ya convencido de que había perdido la cabeza, de que los síntomas de la senilidad se estaban manifestando finalmente. La idea se hizo más certera cuando vio un hombre delante de él. No era tan alto como él. Rubio, con aspecto de ser noruego. No estaba muerto.
- Te conozco –dijo el hombre rubio en correcto islandés. Inclinó la cabeza ligeramente, como intentando aclarar sus pensamientos.
- No. –respondió. Le costaba articular palabra, ordenar sus pensamientos.- ¿De qué?
El hombre se encogió de hombros.
- De que he oído hablar de ti. –dijo simplemente. – Hákan.
El anciano dio un paso atrás. Se sentía amenazado, sin poder escapar. Sin embargo, el hombre rubio no parecía amenazador. Parecía un hombre normal. La idea de que había sido tomado por muerto erróneamente empezó a calar en la mente del Hákan. Había oído hablar de cosas como esas, especialmente en gente que no tenía nadie que velase porque estuviese bien atendida. Suspiró.
- Oye, voy a marchar.-empezó- Siento que estuvieras aquí y que…- el hombre rubio rió, interrumpiéndole. - ¿Qué…?
- No puedo dejarte marchar.
- ¿Por qué? Mira, no sé lo que te ha pasado ni porqué estás aquí, pero no puedo quedarme contigo. Aunque puedes venir a casa conmigo, si quieres- añadió- Tal vez pueda ofrecerte algo de comer y…
- Claro que puedes. Qué amable. Sería un placer.
Hákan suspiró aliviado. Se puso la mochila en el hombro y se dirigió a la puerta.
- Vámonos
- No puedo dejarte marchar.
- Pero…
Hákan se dio la vuelta e intentó gritar. Pero no pudo, fue todo demasiado deprisa. La última imagen que vio fueron unos ojos claros vacíos de expresión y dientes afilados.
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